MARTIN PRIETO
Por las Navidades de 1980, un teniente coronel del Ejército de Tierra destinado al CESID (actualmente CNI) me citó en un reservado de Mayte Commodore para una reunión urgente, personal y confidencial. Me puso al tanto de que compañeros suyos del servicio de inteligencia estaban suministrando apoyo logístico a otros militares para dar un golpe de Estado inmediato. Se identificó pero se negó a facilitarme cualquier dato concreto; no pude hacer nada salvo escuchar atentamente el estruendoso ruido de sables de aquellos días, hasta que llegó el 23-F.
El juicio por tales sucesos creo que despertó más expectación que la que hoy está dando éste por el 11-M. Entonces la pregunta era si los militares rebeldes se iban a dejar juzgar sin cometer antes una venganza tabernaria como la de intentar implicar al Rey. Estaban demasiado gallitos los entorchados y empezaron por exigir la salida de Pedro J. Ramírez de la sala, a lo que el tribunal terminó cediendo, aflojándose los cinturones. El sumario de aquel juicio del 23-F estaba lleno de elipsis más o menos discretas, y el del 11-M se encuentra repleto de agujeros como un queso gruyere. «Fuera del sumario no hay nada», dicen los forenses.
En el del 23-F se quedaron navegando por el espacio intergaláctico los guardias civiles que acompañaron a Tejero, el entonces CESID (excepto el comandante Cortina que hacía honor a su apellido) y la nutrida trama civil de la que solamente se enjuició a Juan García Carrés, presidente del sindicato vertical de actividades diversas y de los serenos con quienes quería formar una chusca fuerza de choque a lo Verbena de La Paloma.
Las penas para los alzados fueron muy benévolas, pero el Tribunal Supremo las ajustó. La sociedad española, harta, aceptó que no se exigieran todas las responsabilidades y que muchos conspiradores, tanto militares como civiles, quedaran en la oscuridad. Hay que temer que este juicio siga las pautas de aquél y que al final no se sepa a ciencia cierta cuáles fueron las tramas oficiales (CNI y Policía) que, por omisión, negligencia o partidismo, embrollaron el juicio del 11-M, hasta transformarlo en indescifrable. El juez Del Olmo no estaba capacitado ni física ni psicológicamente; no era el magistrado idóneo para la labor, y la temperamental fiscal Olga Sánchez (la instructora del instructor) ya se cubrió de gloria con la Goma 2 ECO. No creo que existan sumarios en el mundo sobre hechos de tanta sangre que obvien tan alegremente la identificación del arma homicida. ¡Qué digo: se llegaron a lavar con lejía los restos retorcidos de los trenes de Atocha! Nos pierde el afán por la limpieza.
Quedaremos como sucedió tras el 23-F, pero con tantas y dolorosas víctimas. Ni éstas acuden al juicio en el que no deben de creer ni tampoco esperar nada; se penará hasta El Egipcio (que parece salido de una ONG musulmana) y a tres o cuatro pelafustanes asturianos y confidentes de la Policía. El Juicio Final va a ser el final del juicio.
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