Ya no enciende cigarrillos. Se ha aficionado a los caramelos. No le gusta la televisión. Intenta no tener una cerca.Escribe cuando la inspiración asoma. Que puede ser cada día durante un mes pero también un par de veces al año. Echa de menos todo aquello que ya ha escrito porque no va a poder volver a hacerlo.«Fíjate en todos estos cuentos. Me gustaría volver a sentir lo que sentí al escribirlos. Pero sé que ya no puede ser. Tengo la sensación de que gran parte de mi obra ya está escrita, y me da pena», dice, sin apartar la vista del volumen de Cuentos reunidos que acaba de publicar Lumen. No están todos, pero sí los mejores, dice. Cristina Peri Rossi echa de menos las cartas y las llamadas de Julio Cortázar, que leía con fascinación sus cuentos. Ella dice que no son más que sueños y pesadillas.
«Al releerme me he dado cuenta de que transformo mis sueños en relatos. Por ejemplo, Tsunami, uno de los dos cuentos inéditos incluidos en el libro, es una pesadilla repetitiva que tenía ya mucho antes de que al maremoto se le llamara tsunami», cuenta.De hecho, el cuento es una especie de confesión freudiana al respecto. «Tengo un acceso muy fluido a mi inconsciente, vivo en un mundo muy simbólico, por eso mi literatura es tan simbólica», considera Peri Rossi, que de pequeña leía hasta los prospectos de los medicamentos. «Aprendí a leer sola. A mi madre le daba un poco de miedo pensar que tenía una niña precoz. Empecé a hablar con frases enteras. Mi madre estaba convencida de que sería poeta», cuenta.
Y no se equivocaba. La edición de sus Cuentos reunidos (algo con lo que Cristina «soñaba desde niña») coincide con la publicación de Habitación de hotel (libro que le ha valido el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Torrevieja), su último poemario, del que está especialmente orgullosa.
No cree que el cuento y el poema discutan, sino todo lo contrario.«Son muy parecidos. De una novela puedes perder un capítulo y la novela seguirá siendo la misma. En un cuento y un poema no sobra nada. Todo es imprescindible», dice. Tampoco cree que la vida colisione con la literatura. «Me siento una escritora romántica, soy incapaz de separar la vida de la literatura», dice.
Una escritora que nunca se dejó atrapar por el realismo mágico, porque «siempre me interesó más el psiquismo». La locura, cotidiana, si puede ser, «todas esas excentricidades que hacemos o querríamos hacer de vez en cuando», dice. «Siempre he dicho que en mi literatura se reconocen los raros más que los integrados», añade.
Como en la de J.D. Salinger o en la de Antón Chéjov, dos de sus cuentistas favoritos, sin ir más lejos. «John Cheever y William Saroyan también son maestros del género», añade, y se atreve con la narrativa contemporánea (hay un libro de Susan Sontag junto al árbol de Navidad que todavía preside su despacho) y menciona a David Foster Wallace.
Luego dice que no entiende por qué todavía hay quien quiere ser escritor. «Me asombra que alguien quiera serlo. Al escritor le cuesta encontrar un lugar en la sociedad y todos los que viven de lo que él hace viven mejor que él. Si alguien quiere hacerse rico, que no se haga escritor. Fíjate en mí. Ni siquiera tengo casa propia», dice. Cree fervientemente que el autor «debería estar protegido, como una especie en extinción. En los países del norte ya lo hacen. Le pagan una especie de sueldo», dice.