Real Orquesta del Concertgebouw
Intérpretes: Real Orquesta del Concertegouw. / Dirección: Mariss Jansonss. / Escenario: Palau de la Música. / Obras de Shubert y Dvorak. / Fecha: 15 de febrero. / Calificación: *****
BARCELONA.- Ofrecido casi por sorpresa, aprovechando un hueco en la apretada agenda de la gira de la Orquesta del Concertgebouw con su director titular, Mariss Jansons, al frente, este concierto fue un doble magnífico regalo, el de lo inesperado y el de su excelencia. Vale la pena recordar un par de cosas significativas: de entre esas orquestas es una de las poquísimas que tiene un sonido propio, que la hace identificable; y, al mismo tiempo, cuando toca Schubert, por referirnos con el ejemplo al concierto que comentamos, da la impresión de ser precisamente la orquesta adecuada para Schubert y cuando Dvorák, para Dvorák, y cuando Haydn -la grácil hasta lo inefable versión para toda la cuerda orquestal de la célebre Serenata-, para Haydn.
De esta ductilidad es felizmente responsable también un Mariss Jansons que no le va a la zaga, ni en excelencia ni en personalidad a la Orquesta, o viceversa. Añádase a eso una vivísima comunicación de los músicos entre ellos, una impresión de conjunto en constante interrelación, desde el primer violín hasta el contrabajo más alejado de él fisicamente (lo decimos así porque en esta orquesta no hay «útimos atriles», todos son primerísimos), desde el piccolo hasta la tuba y los timbales, y todos atentos al director y éste controlándolos con un abanico sobrio de gestos precisos y cordiales, unos y otro cómplices para dotar a la juvenil Tercera Sinfonía de Schubert de una curiosa seriedad, la del casi novel compositor que, mirando a Haydn, quiere hacer bien sus deberes, en el Adagio introductorio de la sinfonía, o de una frescura y de una marcialidad, un poco ingenua, la que recuerda sus «músicas militares», en el decidido Allegro.
Con la gracia un poco campesina -casi un Ländler con que los vientos tocaron deliciosamente el Trío del Menuetto y con la vivacidad, precisión e, insistimos, cordialidad, que Jansons imprimió, jugando a la sorpresa sonora, al Presto vivace final, disfrutamos del mejor Schubert imaginable. Pero es que luego el Dvorák fue el mejor Dvorák porque, magistralmente, orquesta y director pasaron de ser vehículo de aquella levedad juvenil a serlo de la gravedad, la melancolía, la sonoridad pastosa o refulgente que hacen nueva la Sinfonía nº 9, Del nuevo mundo cuando se interpreta con tanta ciencia y corazón. Todo eso lo consigue Jansons de sus músicos moldeando el sonido con las manos -los misteriosos inicios del Adagio inicial y del Largo, el segundo movimiento, o aquel coger casi materialmente la melodía de una flauta, un oboe- o con un trazo preciso de batuta que marca un incisivo regulador o un decisivo golpe de timbal. Magnífico.