La poesía, nos dice Vicente Aleixandre, tiene que ser humana; si no es humana, no es poesía. Sin embargo, más allá de la confusión de los productos bestsellers y de las plumas funámbulas con su triple salto mortal para situarse en el primer plano mediático, existe una desdeñosa noción popular que vincula lo literario con lo aburrido, y la buena literatura con el bostezo. En septiembre de 2006, el festival literario de Hay, con larga experiencia de agitación cultural en Gales, se trasladó a Segovia y, aunando sinergias con instituciones públicas y privadas, demostró que también los lectores españoles pueden apreciar el alcance liberador, henchido de vida y fascinador de la inteligencia puesta en acción.
Lleno total por parte de unos espectadores capaces de pagar entradas para escuchar y ver a Doris Lessing, Ian McEwan, Vila-Matas y tantos otros autores y autoras procedentes de diversos territorios y géneros literarios. Se ha definido el fenómeno cultural de Hay-on-Wye como el Woodstock de la mente. Una concentración cultural de estas características triunfa o fracasa por el dinamismo de sus contenidos, la solidez de sus personalidades, la conexión con el mundo real, y sobre todo, por el poder de persuasión del conjunto.
La Cartagena colombiana, hace sólo unos días, ha vuelto a nutrirse con un empeñoso calidoscopio cultural. Se trataba de una nueva fiesta de las palabras para un público entregado que ha descubierto, en la segunda edición del Hay Festival Cartagena de Indias, que lectores y escritores se enriquecen mutuamente y que ese contacto contribuye a condensar la percepción del mundo de unos y otros.
En el avión que me llevaba a Cartagena de Indias desde Bogotá, leí el comentario altivo de una escritora colombiana (de quien se ocultaba el nombre) ausente del festival por considerarlo demasiado light. Una de las ironías de la época es que nos quejamos de que la literatura no tiene protagonismo en la sociedad, y cuando se plantean actos literarios participativos y vivos, fuera de los recintos académicos, algunos escritores prefieren no bajar de sus torres de marfil por considerarlos demasiado ligeros.
Los que entendemos la literatura como patrimonio humano, un modo de dialogar a través del tiempo, geografías y lenguas, creemos también que su sentido último es introducirnos en los sueños, penalidades y visiones de otros. Tal vez uno de los momentos más emocionantes de esta edición del Hay de Cartagena lo protagonizó el Premio Nobel de literatura nigeriano, Wole Soyinka, visitando El Pozón, uno de los barrios más pobres del cinturón de marginación de la ciudad. Allí compartió con los niños de la escuela 14 de febrero conversaciones y bailes. «¿Cómo influye la literatura en la sociedad?», le preguntaron aquellos muchachos que apenas tienen libros. «La buena literatura va haciendo efecto poco a poco, siempre está ahí, pero su visión llega a nosotros a largo plazo, y nos ayuda a vivir», respondió Soyinka. Unas horas más tarde, Wole Soyinka me dijo en el claustro del hotel Santa Clara que la curiosidad de aquellos chicos, en su mayoría negros y mulatos, le recordaba su infancia nigeriana ávida de preguntas.
Al día siguiente, el teatro Heredia estaba abarrotado mientras hablaba el Premio Nobel de sus años de encarcelamiento en Nigeria. En el exterior, en la candente plazuela frente al teatro, decenas de personas sentadas en el suelo, algunas llegadas desde el barrio de El Pozón, veían y escuchaban a Soyinka por las pantallas de vídeo instaladas en la fachada del teatro Heredia. Para eso sirven también los grandes escritores, para dirigir el foco de atención hacia aquellos rincones en sombras, injustamente marginados.
Junto a la presencia poderosa de Soyinka, el catálogo de participantes en el festival era múltiple, y por eso mismo más interesante: Juan José Millás, Pedro Juan Gutiérrez, Soledad Puértolas, Jorge Volpi, Sergio Cabrera, Vicente Molina Foix, Manuel Rivas, Elvira Lindo, el historiador británico David Starkey o los leoneses Luis Mateo Díez, José María Merino y Juan Pedro Aparicio.
Por cierto, que estos tres tenores castellanos protagonizaron un acto de literatura en estado puro; salieron al escenario del Heredia con la modestia de los regaladores de cuentos y, como quien no quiere la cosa, empezaron a desgranar subyugantes microficciones, hilvanando unos cuentos con otros, y al calor del filandón castellano, el público del teatro les ovacionaba pidiendo más historias y se negaba a abandonar la sala.
La época que ha revolucionado los soportes y ha ampliado los límites técnicos y locales de la difusión de la escritura es la misma que tiende a hacer más elásticas las viejas fronteras que separaban unas literaturas nacionales de otras. La globalización de la cultura, la vocación de una escritura que propende a extenderse, a hacerse más amplia y a salir de sí misma está en la mente del impulsor de los festivales Hay, Peter Florence, y de sus colaboradores más cercanos, Lindy Cooke, Sheila Cremasci y Cristina Fuentes.
Para Peter Florence, el que-hacer imprescindible consiste en impregnar de literatura la vida de cada día, en pequeñas, o en grandes ciudades, haciendo más humanos a los escritores al acercarlos a las gentes, para que la palabra pueda ser una celebración y evitar que la literatura quede apolillada en los sótanos o bajo cien llaves en altas torres inaccesibles.