No sabe a cuento de qué, o quizá sí, pero el caso es que a Angeles Pedraza se le aparecen en sueños las caras de los procesados como unos aguafuertes de Goya. «Se me representan riéndose todos detrás de la pecera, mirándome, se parten de risa sentados...».
Una salta así estos días en la cama, como un cepo oxidado y nocturno, y se queda sentada a oscuras en la habitación ahora que hay macrojuicio: el respirar agitado, el sudor viejo y todo lo demás, regresando. Porque Angeles está desandando las vías aquellas de los trenes. Y asegura que ha vuelto a no dormir desde que ha echado a andar el proceso. A ver hacia dónde.
Miriam se acababa de casar, como quien dice. Miriam andaba mirando un nuevo piso. Miriam iba a trabajar a la gestoría aquel 11-M. Miriam, Miriam, Miriam... Tenía 25 años y había decidido cambiarse el primer apellido y ponerse el de la madre. Era su hija.
De aquel día en que murió, recuerda Angeles que lo peor fueron las caras de crías destrozadas que tuvo que ver (y que sigue viendo), por si esas desgraciadas aún sin nombre eran Miriam, por la ropa o por un detalle; que lo peor fue aquella espera agónica en el pabellón de Ifema, todos como en un camposanto desquiciado y removido.
«Sabíamos a lo que estábamos allí, toda la gente lo sabía. A partir de la medianoche, un hombre con megáfono y chaleco verde iba llamando a las familias, una a una. Este hombre subía lívido, desencajado, desde la planta de abajo, donde estaban los cuerpos, y al verlo subir todos nos acercábamos a él y parecía que te iba a dar un infarto. Cuando decía el nombre de la familia, sus miembros le seguían como cuando se va a la silla eléctrica», cuenta. «Para algunos esa agonía duró horas. Yo creo que al hombre aquel del megáfono habría que considerarle víctima del terrorismo. No cabía más dolor en él». Eran las cuatro de la madrugada del 12-M. No hubo que buscar más.
«La sensación es que tu vida ha sido destrozada. No hay nada que te la devuelva. Sigues trabajando, pero no puedes parar el mundo», comenta con el sosiego de los más grandes. «Fue entonces cuando empecé a informarme, cuanto más mejor, a leer todo y, por supuesto, a desear que empezase el juicio».
Miriam fue uno de ellos se titula el libro que eclosionó de aquel cascarón magullado. Angeles se levantó, porque dice que en la empresa y entre los suyos siempre hubo un «sí», un «venga», un «dale duro», un «cómo no» y un «lo que quieras». Y llegó el macroproceso 1.000 días esperado, el tocar la orilla después de casi tres años de dar brazadas a ciegas.
«Lo estoy viviendo mucho peor de lo que esperaba. Estaba deseando que empezara. Incluso la noche antes no dormí. ¿Sabes qué? Me está haciendo más daño ver las caras de los procesados que las imágenes aquellas de los trenes», nos asegura. «¿Que qué espero? Creo que lo importante es llegar a la verdad, y sé que nunca lo conseguiremos. No pienso olvidar ni perdonar. Me da rabia que no se reconozcan las chapuzas que han existido. Me da pena ver la división que hay en los medios de comunicación, cómo somos carnaza para hacer política por unos y por otros. Y espero que, al final de todo esto, España deje de estar dividida a cuenta del 11-M».
El 11-M en 2004. Y el 15-F ahora en 2007. Había que haberla visto a Angeles el jueves pasado en la Casa de Campo, el día en que comenzaba el juicio. Estaba autorizada para entrar. Vio «el circo mediático», dice, los helicópteros, el ruido de todos, se palpó el dolor y decidió marcharse.
«Sentía tanta rabia que decidí no entrar; no sé, pensando que a lo mejor la liaba allí dentro. Querría tenerlos cara a cara a todos ellos durante un buen tiempo. Preguntarles cosas. Querría que me dijeran qué han ganado matando a Miriam y a toda esa gente, que me contaran si tienen familia, si tienen hijos, y cómo sería su vida si se los hubieran asesinado. Yo no les perdono que no me pueda hacer abuela».
Cuesta entrar en el portal todavía. Sobre todo porque Angeles vive en el 2ºC y en el 1ºB lo hacía Miriam, y con tacones o sin ellos resuenan los ecos de entonces. «Intento no subir por las escaleras, porque cada vez que lo hago paso por la puerta de su casa».
El nombre de Miriam aparece rotulado igualmente en el buzón del piso de Angeles. También unos casilleros más allá, en el de su yerno.
Porque Miriam sigue viviendo, qué diantre.
Y en dos casas y todo.