D. J.
Pocas veces un simple tren ha simbolizado más que el Samjhauta. El tren de la amistad ha sido durante décadas símbolo de la división, la guerra y las esperanzas de paz entre la India y Pakistán, erigiéndose con su pasaje de familias divididas y gentes sin fronteras en el cordón umbilical que une a dos enemigos irreconciliables.
El hecho de que la línea sólo haya sido interrumpida en dos ocasiones desde su creación hace 36 años -a mediados de los 80 y tras el ataque al Parlamento indio en 2001- prueba hasta qué punto su importancia ha estado siempre más allá de la política. El primer atentado contra el Samjhauta es un golpe directo a quienes en la India y Pakistán han promovido en los últimos años un proceso de paz continuamente obstaculizado por radicales a ambos lados de la frontera. El mensaje de los terroristas es aún más claro en el caso del Samjhauta: el tren había sido amnistiado hasta ahora precisamente porque en sus asientos viajan indistintamente indios y paquistaníes. El objetivo, pues, no es uno de los dos países, sino todo aquel que se muestre a favor del entendimiento.
El proceso de paz entre Delhi e Islamabad se encuentra en su momento crucial. Los dos últimos años han servido para restablecer comunicaciones, fomentar el comercio y organizar grupos de trabajo para tratar todo tipo de asuntos menores. Quienes están a favor de una paz duradera coinciden en que no es posible retrasar por más tiempo el siguiente paso -tratar el más delicado asunto de Cachemira- sin enfrentarse al riesgo de que todo lo construido hasta ahora se desmorone. La India y Pakistán se disputan la región del Himalaya desde la partición de 1947 y han librado dos de sus tres guerras en pos de una tierra en la que los grandes perdedores han sido siempre los cachemires, atrapados entre dos fuegos. El presidente paquistaní, Pervez Musharraf, ha alertado en los últimos meses del riesgo que supone no sentarse a negociar directamente sobre la mencionada región, cuyo simbolismo patriótico hace que ambas partes ni siquiera se planteen la posibilidad de realizar concesiones.
El atentado de ayer es un intento más de forzar a uno de los dos bandos, a la India, a levantarse de la mesa. La primera consecuencia sería un nuevo corte en las comunicaciones. Hasta hace dos años, un indio que quisiera visitar a un familiar unos pocos kilómetros al otro lado de la frontera, en Pakistán, debía iniciar un surrealista trayecto de miles de kilómetros adicionales, parar en un tercer país y dar entonces el salto al país vecino. El viaje era todo un reflejo de la distancia que todavía separaba a los vecinos nucleares. El restablecimiento en 2004 de las comunicaciones por aire y tierra, incluidas líneas de autobús y tren, ha mejorado el ambiente político y, lo que es más importante, ha fortalecido los lazos entre dos comunidades hermanas.
Quizá por ello, el Samjhauta siguió ayer su camino sin los vagones destrozados por las bombas, serpenteando herido a través del Punjab como símbolo de un proceso de paz que sigue vivo, en parte, gracias a los pasajeros del tren de la amistad que han decidido seguir un camino lleno de obstáculos.
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