Ahora le han pillado al acelerado mafioso de Uno de los nuestros, Ray Liotta, como hace nada a Mel Gibson, embistiendo coches con su todoterreno con un pedal por cuantificar, y eso es noticia porque la gente prefiere leerse las desventuras de un famoso en apuros que los 250 artículos del Estatuto de Andalucía, ya que el famoso sale enseguida por tal motivo en los programas de las muy instructivas teles privadas, mientras que el pormenor estatutario no sube el share, a no ser que organices un coloquio con expertos mamados.
No sé si saben ese chiste de dos vascos que salen a coger setas al monte, y uno de ellos, de pronto, se encuentra un rolex de oro en el suelo, y se lo enseña muy contento a su compañero, que va y le dice con severidad: «¿a qué estamos, Iñaki, a setas o a rolex?».
Como estamos a setas, por las noticias vamos sabiendo que las celebridades de Hollywood empinan el codo con cierta asiduidad y que, con la misma asiduidad, se ponen al volante con resultados desiguales, pero siempre muy entretenidos para la opinión pública, que levanta a sus ídolos con la firme esperanza de verlos caer un día por un paso mal dado.
La admiración sostenida es muy monótona y sólo se compensa de su rutina cuando el dios venerado se cae de morros por los suelos, con lo cual vuelve a su lugar, y ahí nos encontramos todos. Otro que también tiene problemas, musita la audiencia con alivio.
Antes de los imprescindibles controles de alcoholemia, había que pegarse una gran castaña o hacer una pifia mayúscula con el coche y con varias copas de más para acabar en los papeles, pero ahora cualquiera que supere la mínima dosis de priva permitida, y más si es famoso, corre el riesgo de ser tildado de borracho en la prensa sin contemplaciones.
Hombre, muchos son los llamados y pocos los escogidos. Quiero decir que todo el que rebasa al volante el vasito de vino o la cañita -más o menos- permitidos no es exactamente un borracho, condición, además, que exige de cierta asiduidad en su sentido más íntegro, asiduidad que dista mucho de ser real en todos los que soplan el aparato después de haber soplado algo más de la cuenta. No deja de tener gracia que haya que soplar para comprobar si se ha soplado.
Está bien que se amplíen con criterio saludable muchas normas de seguridad, prevención y protección, pero tales ampliaciones están teniendo como daño colateral no sólo la extensión de la nómina pública de los socialmente apestados, sino, tacita a tacita, un sutil incremento del más restrictivo puritanismo, con su correspondiente dosis de hipocresía. Es verdad que en público no se debe hacer todo lo que se hace privadamente, pero también es bien cierto que la reclusión creciente y obligada de muchos hábitos en el ámbito privado es, por sinuosos senderos, siembra eficaz de doble moral entre los propensos a tal vicio.