El referéndum libre se creó para sancionar democráticamente cuestiones de trascendencia que rebasan la representación parlamentaria. En la mayor parte de los países la consulta carece de validez si no vota al menos el 50% de los electores. Allí donde no se exige ese mínimo del 50%, si acude a las urnas un porcentaje inferior, el resultado del referéndum será legal pero habrá perdido legitimidad democrática.
La jornada del domingo ha venido a demostrar que los andaluces carecen de interés por la reforma de su Estatuto de autonomía. Legalmente ha ganado el sí. Democráticamente se ha perdido la legitimidad de fondo.
En 2005, una encuesta científicamente solvente demostró que la reforma del Estatuto de Cataluña no interesaba ni al 5% de los catalanes. Después de un año de parafernalia y de campañas publicitarias abrumadoras no depositó su voto en las urnas ni el 50% de los electores.
¿A quién interesa entonces la reforma de los Estatutos catalán y andaluz? Está claro que al pueblo no. Interesa sólo a la clase política. ¿Por qué? Porque la clase política quiere mandar más. Es la voluntad de dominio a la que se refirió Nietzsche en un libro encendido de verdades. El traspaso de transferencias y las nuevas atribuciones otorgan más poder a los políticos de la región, a la clase política de las autonomías, a veces con beneficio para el pueblo, en ocasiones con claro perjuicio. Los despojos del referéndum andaluz, antes del catalán, han sido albriciados sólo por los políticos. Por Zapatero, insensato adalid de algo que casi nadie pedía, y por los dirigentes de las regiones, beneficiados con superiores cuotas de poder. El presidente por accidente no ha sido capaz de reconocer el fracaso democrático de ambas consultas, el desdén con que han sido acogidas por andaluces y catalanes. Por el contrario ha lanzado las campanas al vuelo con el mayor cinismo. El ciudadano medio sabe que los políticos regionales han conseguido ya que las autonomías nos cuesten un ojo de la cara, que se paga con los impuestos casi confiscatorios que abruman al pueblo español.
Un botón de muestra. En 1975, había en España, números redondos, 600.000 funcionarios. En 2006, nos acercamos a los 3.000.000. Tres millones de sueldos que paga el español medio, más el costo y mantenimiento de varios millones de metros cuadrados adicionales para albergar a los paniaguados, gastos de calefacción, aire acondicionado, agua, electricidad, teléfono, dietas, mantenimiento y un largo renglón de etcéteras, amén la suntuosidad disparatada de algunos palacios presidenciales autonómicos, de protocolos de jefatura de Estado, de viajes y banquetes pantagruélicos, de incontables automóviles oficiales y del despilfarro en los gastos de representación.
Esos dos millones largos de funcionarios que sobran en España, justifican sus puestos de trabajo imponiendo una serie de trabas burocráticas que marean al ciudadano. No sólo no benefician sino que perjudican a quien paga. Cornudos y apaleados. La clase política ejerce en cada autonomía, cada día más, un poder creciente para su satisfacción de mando. El pueblo, con ese instinto subterráneo que le caracteriza, en este caso catalanes y andaluces, ha demostrado en las urnas que se le ha impuesto una reforma estatutaria no deseada, pero que tiene fuerza legal para regocijo de la clase política cada día más voraz. Y tiene fuerza legal porque no se ha exigido la norma democrática elemental de que un referéndum, si quiere instalarse en la legitimidad democrática, precisa convocar en las urnas al menos al 50% de los electores.
Luis María Anson es miembro de la Real Academia Española