ALBERT SANCHEZ PIÑOL
Creo que fue Churchill quien bautizó a Uganda como la perla de Africa. No le faltaban motivos. Uganda es uno de los países más bellos, no ya de Africa, sino del mundo. Pero, poco después de la independencia, el virus inoculado por el colonialismo se manifestó como una bomba de relojería: confusión política, desorden económico y hundimiento institucional. El resto es conocido: un sargento chusquero, Idi Amin, se hizo con el poder. A tiros, claro. Al principio gozó del fervor popular. Él, que era el caos en estado puro, fue bendecido como el restaurador del orden. No tardó ni cuatro días en quitarse la careta. Modelo del gánster tropical, convirtió al ejército en una cuadrilla de asesinos. Las cifras son tan aberrantes que rozan la fantasía: cayeron entre 300.000 y 500.000 ugandeses. Se cuenta que los cocodrilos, atiborrados, ni se molestaban en devorar los cuerpos que flotaban por los ríos. El espanto llegó a tal punto que hubo protestas: como los cocodrilos estaban saciados, los cadáveres obturaban las presas hidroeléctricas y dejaban Kampala a oscuras. Amin podría haber subscrito las frases de Himmler: «¿Enemigos? No tengo. Los maté a todos». Pero sí que los tenía.
Lo raro es que se haya tardado tanto en aprovechar un filón narrativo así. Ahora, por fin, nos llega el primer intento cinematográfico de abordar el tema. Se llama El último rey de Escocia y tiene claroscuros. ¿Lo peor? Que el hilo conductor de la trama sea un medicucho tontorrón, convencido de que el gran mal de Africa son los mosquitos. Le cuesta más de media película descubrir que Idi Amin es Idi Amin. Más o menos como el barbero del Führer, que después de la guerra alegó, muy compungido, no haber sabido nunca que Hitler era nazi.
Las consecuencias de una estrategia narrativa así son tan previsibles como inevitables. Los africanos se nos aparecen, casi sin excepciones, como simples comparsas. Mayordomos, bailarinas y sicofantes varios. Después de la magnífica Hotel Rwanda, cuesta entender que una historia africana se escamotee de ese modo.
Pero olvídenlo. Whitaker lo salva todo. Amin y Whitaker se parecen como una pastilla de chocolate a un trozo de carbón. Es decir, en el color. Whitaker es estrábico; Amin no. Y, sin embargo, a los cinco minutos Whitaker se parece más a Amin que el mismo Amin. Habría sido fácil convertir el personaje en una astracanada caricaturesca y burda. Pero lo que Whitaker consigue es, y no exagero, antológico. Cuando Amin tiene que dar miedo, lo da. Pero es que cuando tenemos que amarlo -¡a Idi Amin Dadá!-, lo amamos. Por algo le llaman séptimo arte, por eso amamos el cine y por eso amamos a Forest Whitaker.
A Amin lo echaron a patadas. Los africanos solitos, por cierto. El único país que le ofreció asilo fue Arabia Saudí, alegando sus méritos (¿?) islámicos. A su muerte, en 2003, nadie lo añoraba. Bueno, sí. Los cocodrilos.
Albert Sánchez Piñol, escritor y antropólogo, es autor de la novela
La piel fría
y del ensayo
Payasos y monstruos
, que narra la vida de ocho dictadores africanos, incluido Idi Amin.
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