Miércoles, 21 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6275.
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Quien no quiere pensar es un fanático; quien no puede pensar es un idiota; quien no osa pensar es un cobarde (Francis Bacon)
 ESPAÑA
JUICIO POR UNA MASACRE / Los testimonios / LORIN CIUHAT
Olfato de muerte
PEDRO SIMON

MADRID.- Llevar esta entrevista hasta el final le ha supuesto a Lorin una decena de silencios de hasta un minuto en que el hombre cerraba los ojos, agachaba la cabeza y pedía tiempo con la mano. Ha sido también verle retorcer el gesto de tormento físico y llevarse la mano a la espalda en no menos de una veintena de ocasiones, pegar una boca a unos oídos para hacernos entender, presenciar su cambio de postura en la silla a cada poco, ayudarle a levantarse después, y tener que dejar de preguntarle por el instante aquel en la calle de Téllez.

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- Si quieres lo dejamos.

- Es que no sé qué me sigue pasando después de tanto tiempo...

Perdón por el dolor reabierto, que oscurece. Gracias a pesar de todo, Lorin, por esa luciérnaga de tu sonrisa.

Tiene 43 años y aparece andando por Coslada como esos maratonianos que ven que no llegan a meta. Perdió un 87% de audición en cada oído, lleva un corsé metálico, toma al día un buen puñado de pastillas contra la depresión y los insoportables mordiscos que siente en la columna, y desde el 11-M sólo ha podido dedicar cuatro meses a su afición favorita, a su pasión, a lo que dice que le da vida y le hace no pensar, a lo que hacía ya desde bien chiquito en el taller de su padre: trabajar.

«Llegué aquí a España hace cuatro años y medio, pensando que para las niñas y para todos iba a ser mejor. Iba a mi trabajo de fontanero cuando el tren explotó», cuenta Lorin, rumano con nacionalidad española después del día aquel de autos. «Después de cinco meses de baja, volví a trabajar. De fontanero ya no podía, por la espalda. Y un carpintero amigo mío me dio trabajo. Duré poco porque caí al suelo por un pinchazo en la espalda. Han dicho que no me operan porque, a lo mejor, me quedo sin movilidad en las piernas».

Luminita, su esposa, limpia en casas para que las cuentas cuadren. Y Lorin, que está de baja, anda buscando trabajo a pesar de que sabe que vamos como los cangrejos con el tema de la espalda. Pero por ganas no va a ser: tiene mil revistas subrayadas con ofertas de empleo. Se ha apuntado a un curso de perfeccionamiento de castellano en el Inem. Dice que, si logra hablar bien, seguro que le saldrá algo.

Luminita sabe bien de los desvelos diarios de Lorin, de sus sacudidas nocturnas, del «maletero de pastillas» que ha tenido que tomar, de esas noches en que se levanta gritando. «Tengo pesadillas cada noche: sueño que me quedo en silla de ruedas...», se toma otro minuto. «Lo más raro de todo es cuando me despierto oliendo a explosivos. No me lo puedo explicar. Los psicólogos me dicen que, con el trauma, aquel olor se quedó en el cerebro, y que lo saca el subconsciente cuando intento dormir».

A Lorin le llamaron de la Asociación de Víctimas de Terrorismo por si quería estar presente en el macrojuicio. A dónde iba a ir él si no aguanta una hora sentado. A dónde si no cree que el proceso vaya a servir para nada.

«Todo me parece un juego. Nada está claro. No contestan a las preguntas. No me gusta la cara de algunos, esa forma de reírse de todos... A mí sólo me despiertan rabia y odio».

Lorin no sabe por qué, pero el tribunal médico por el que ha pasado no le ha dado la incapacidad laboral. Claro que no quiere pensar que se lo deniegan porque sea extranjero, cómo iba a ser por eso. Así que, a rastras, como pudo, ayer fue a Mejorada a la carpintería.

- Me dicen que puedo trabajar.

- ¿Trabajar así, Lorin, tal y como tienes la espalda? -le preguntó el amigo-. Si tú estás para comer sopas.

«Quiero trabajar porque es lo mío, porque el tiempo pasa de otra manera, para no pensar, porque me hace falta. ¿Pero de qué?».

El día en que regresó a casa desde el hospital arrastrando los pies, Andrea y Alice, sus hijas, le habían puesto un cartel en la televisión pegado con papel celo. Estaba escrito: «Papá, bienvenido, te queremos mucho».

No se crean que aquella frase de cinco palabras, que se lee en apenas tres segundos, la suelta de corrido el hombre que tenemos delante. A Lorin, que cierra los ojos y toma aire como quien coge carrerilla, le lleva un minuto y tres silencios poder terminar de decir que se leía papá, bienvenido, te queremos mucho.

Y va ser que era una buena forma de terminar. Nos da las gracias por el bocadillo de tortilla. Valga este artículo como el abrazo que pedías, Lorin, y que no te dimos por miedo a romperte la espalda.

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