Antonio Lucas
En esas encuestas que cantan el bingo de una idea según quién haga el recuento ha salido que la mayoría de los europeos elegiría España como primer destino para venir a trabajar. Estamos en un momento de palidez interior, pero a los guiris les da igual porque ellos se iluminan con una linterna de sangría y así van tirando bajo la lluvia hasta que llega el calor a la puerta de El Bonano. Sospecho que nadie les ha dado muchas claves de la situación laboral en este corral. El sueldo medio de un treintañero ronda los 1.000 euros al mes. Los contratos duran hora y media. La categoría de profesional se alcanza a eso de los 40, unos meses antes de que lleguen las ofertas de jubilación anticipada. Hasta entonces un profesional es un becario que se demora en la edad y en la máquina del café esperando turno.
En este sentido (y en otros), España es un país cojonudo si uno se pone la mano de visera y lo observa desde Australia. La verdad es más fea cuando más te acercas. Sólo en el tramo de Colón a La Cibeles acecha un relente de tinieblas o una manifestación de multitudes menguadas los sábados alternos, levantando una aurora boreal de banderas con asma. No sé qué otro paraíso se ha construído con tanto adobe urticante y sospechoso. O confiando a la corrupción las arcas vertiginosas de los ayuntamientos, por ejemplo, o levantando un imperio de especulaciones y de mendicantes municipales. Pero a los extranjeros lo que les atrae no es la vanguardia laboral de este terruño, perversa cuando se sufre, sino la madrugada en los butacones de Chicote, donde Manolete enceló a Lupe Sino con la espuma de un cóctel bien batido, ¿o fue al revés?
Apenas somos un referente exótico en la progresión más castiza del Ejército, la Iglesia y el dinero. Gastamos una modernidad política desprestigiada en los foros serios de Europa. Y eso las suecas lo saben. Se asoman al Puente de Toledo y ven un muladar de gaviotas tísicas como lo veo yo. Y ven una promesa subterránea de túneles cuando por arriba hay una ciudad en derribo, con algo de noche de cementerio en hora punta de luz. Nada que no se olvide con un vino en Casa Patas, ahora que la ministra Salgado ha retirado su ley seca de la circulación.
La modernidad de Madrid, ya que estamos, es aceptar su vocación de punto de encuentro, su necesaria crónica de razas cruzadas: de guiris a inmigrantes. Aunque estos últimos son los que más saben del asunto del currelaje, de lo que supone una peonada (que no es lo mismo que un horario). A ellos no les hacen encuestas de preferencias laborales. No interesa. Su vida en el Foro empieza con un viaje en Metro cuando aún está la noche encima, cruzándose en los transbordos del sueño con madrileños «negros, cobrizos o amarillos», ese censo necesario y racial que tanto molesta al presentador Sánchez-Dragó, convencido a estas alturas de que la insurgencia es no llevar corbata. Viva España.
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