La política cultural está repleta de tópicos, de verdades a medias y comportamientos velados que lejos de otorgarle la credibilidad que requiere una acción pública de tanta trascendencia, la envuelven en un halo de superficialidad realmente inquietante.
A lo largo de los años he oído en boca de responsables políticos (de otras áreas y mucho nivel) enormes barbaridades sobre el sector cultural que son un reflejo de esta situación y que explican perfectamente las razones por las cuales las políticas culturales carecen de la importancia que se le supone a un sector estratégico y fundamental en la creación de contenidos para los dos grandes retos de nuestro futuro inmediato: la sociedad del conocimiento y la gestión de la información.
Al margen del resabiado y continuo comentario que más allá de la ópera y la música clásica, todo lo demás son tonterías innecesarias para malgastar el dinero público, y la constante incomprensión sobre los limitados efectos del libre mercado en la cultura con la consecuente acusación de mantener a todo un sector a base de pan y cuchillo público, la estima de la política en general por el sector cultural es escasa.
Quedan pequeños y no tan pequeños recuerdos del clasismo cultural decimonónico en manos, obviamente de aquellos que proceden de buena familia y que no saben ver en la vulgarización de la cultura ninguna virtud democrática. Y quedan aquellos que no logran entender porqué un sector que da tanto placer y tan poca rentabilidad inmediata debe ser objeto prioritario del gasto público. Sin embargo todos se pirran por los efectos de un glamour, tan buscado como denostado, por la página libre de un periódico o la foto, entre famosos, del magazín televisivo.
Quizá le falte a la política cultural este punto de aparente autenticidad que ofrecen los indicadores económicos, IPCs que señalen sin lugar a dudas comparativas internacionales, estadísticas contrastadas de progreso y formalizaciones científicas que nos permitan acceder al selecto club de las convenciones rigurosas.Que tenemos un presente magro es cosa sabida. Al fin y al cabo la gestión de la cultura no se enseña en las Universidades ni configura una ciencia exacta, de lenguaje opaco e intraspasable para los ajenos.
Pero no hay que ser el presidente de la República Francesa (esos sí lo tienen claro) para saber que si la agricultura es el ecosistema de nuestro campo, la cultura lo es de nuestras ciudades, que el futuro del turismo dependerá de la seducción de nuestro patrimonio, que no hay gastronomía de élite sin ciudades de élite, sin moda competitiva, sin teatro abundante, sin turismo ocioso, sin estatuas en las ramblas, sin artisteo en paro, sin las posibilidades infinitas de un país que cede una parte de su progreso al futuro incierto del creador.
La apuesta por la cultura es una apuesta de progreso. Si yo fuera Conseller de Economía triplicaría el presupuesto de cultura con la seguridad que su efecto promotor lo multiplicaría exponencialmente retornándolo a la sociedad con abundancia. El artista, el creador, a diferencia del arquitecto o el economista, lo es de por vida y lamentablemente a coste cero. Además es un apuesta barata porqué el punto de salida es ínfimo.
Otra cosa es el productor, pieza indispensable pero de otra textura.Si yo fuera el Conseller de Economía le daría al creador un mundo por montera. Y al productor también, pero ahí, cual pícaro que si ha pasado por la Universidad, me tomaría mis garantías.