JOSÉ JIMÉNEZ
La reposición, ahora en el Teatro de la Bastilla, del Don Giovanni de Mozart, que se había estrenado hace un año en el otro escenario de la Opera de París, el Palais Garnier, vuelve a plantear, una vez más, la cuestión de las adaptaciones de los clásicos. El aspecto más destacable de esta nueva producción, de una de las piezas fundamentales del repertorio, es la dirección escénica del director de cine alemán Michael Haneke, quien recibió los Premios del Cine Europeo al mejor director y a la mejor película en 2005 por Caché (Escondido).
Aunque el espectáculo ha recibido en general críticas bastante favorables, debo decirles que a mí no me ha convencido, sobre todo porque no estoy de acuerdo con muchas de las decisiones que Haneke ha adoptado en su versión de la ópera de Mozart, en la que el libreto de Lorenzo da Ponte desempeña un papel fundamental. Su punto de partida es interesante: traer a Don Giovanni desde el siglo XVIII hasta hoy. Algo que también hizo el norteamericano Peter Sellars en una producción de finales de los 80, situando la acción de la ópera en el Bronx neoyorquino. Desde mi punto de vista, con un resultado mucho mejor que el de Haneke. Este último la sitúa en el vestíbulo de un edificio corporativo en la zona empresarial del barrio parisino de La Défense.
Don Giovanni es un joven director general de empresa. Leporello, también joven director, su asistente personal. El Comendador es el patrón (¿presidente del consejo de administración...?). Doña Ana, la patrona junior, heredera de la empresa. Don Octavio, a su vez, el heredero de otra empresa asociada a la del Comendador. Doña Elvira ocupa un puesto importante en una empresa de provincias, en donde trabajó antes Don Giovanni. Finalmente, Zerlina y Masetto son miembros del equipo que se encarga de la limpieza del edificio. Es decir, la dirección escénica de Haneke ha supuesto, en realidad, una auténtica reescritura del libreto de Da Ponte. Algo que no es rechazable, en principio: las obras clásicas no son monumentos intocables, sino dispositivos estéticos cuya carga se hace más intensa cuanto mejor se aproximan a la sensibilidad actual.
Don Giovanni es concebido como un violador, un violador en serie, podríamos decir. Mientras que en el libreto original, Leporello plantea un intenso alegato en contra de la condición de servidor, Haneke lo convierte en alguien que quiere ser lo que su jefe es, subrayando un lazo de atracción homosexual que se hace explícito con un beso entre ambos en escena. Finalmente, no es la mano gélida del Comendador la que lleva a Don Giovanni al infierno, sino el puñal empuñado por la despechada Doña Elvira.
El Don Giovanni de Mozart y Da Ponte es otra cosa: una síntesis escénica magistral del conflicto existente entre libertad y destino, y de cómo en ese conflicto el deseo descontrolado, bajo la apariencia de libertad, conduce irremisiblemente a un destino de perdición. Ojalá Haneke hubiera buceado en esos territorios cenagosos de la vida humana, en lugar de limitarse a halagar los más simplistas mecanismos de identificación de los espectadores.
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