David Gistau
Ayer no fueron los adoctrinados, los guerreros santos erizados por las diversas siglas de la yihad y envenenados por una pretensión de eternidad y de castigo. La sala de la Casa de Campo fue tomada por personajes subterráneos, malevos de cabotaje que recordaban al moromierda de Makinavaja y que siempre han estado ahí, en los barrios de neones, en la Isla Tortuga de Lavapiés, pasando chocolate o atentos al bolso que se descuida.
Incluso 'El Egipcio' les despreció. Él, que hasta entonces había seguido los interrogatorios como si quisiera influir en las respuestas mediante telepatía, se desprendió esta vez de los auriculares de la traducción simultánea y se dedicó a mirar el techo en uno de los bancos del fondo. Como si nada de lo que fueran a decir estos mindundis con hábito carcelario para los que un amigo es alguien a quien «colocar el marrón» pudiera llegar tan alto como para comprometerle. Los suburbios de la conspiración: viejos conocidos de la Policía, infiltrados, controlados que, sin embargo, esquivaron todos los diques de contención.
Rachid, 'El Conejo', Aglif, con su rostro fallido, como aplastado contra un cristal, introdujo el asunto de la trama asturiana. Esa reunión de cutres del lumpen en un McDonald's de Carabanchel donde habría sido negociado con Trashorras el contrabando de explosivos.
Surge de ese encuentro la figura de uno de los suicidas de Leganés: Jamal Ahmidan, 'El Chino'. Un chorizo y traficante de poca monta que regresó «cambiado», iluminado, de un viaje a Marruecos en 2003, y que a partir de entonces habría aprovechado sus recursos y contactos de delincuente habitual para conectar una trama terrorista con los proveedores. 'El Conejo' no soportó la tensión del interrogatorio. No está adiestrado por ningún manual de comportamiento yihadista y, habituado al trapicheo, se le vio desbordado por la inmensa gravedad de lo que se dirime en la Casa de Campo.
En la jaula, los acusados suelen animar con algún gesto cómplice al que es llamado por Gómez Bermúdez para protagonizar en el estrado unos minutos de fama que nada tienen que ver con los que mencionó Andy Warhol. Aglif acudió a los suyos con tanta congoja, con tantas ganas de pasar el trago cuanto antes, que hasta aventuró un «No sé nada de lo que va usted a preguntarme» que convirtió en parodia la estrategia colectiva de la negación.
Provocó en Zouhier tales gestos de desagrado que Gómez Bermúdez expulsó a éste con un tono que lo mismo habría servido para obligar a un alumno díscolo a sujetar dos libros con los brazos en cruz, como en Zipi y Zape. Zouhier sí tiene prisa por ser protagonista, por hablar. Su permanente actuación algo histriónica contrasta con la discreción de las víctimas sentadas en las butacas más distanciadas de la urna. Éstas ni siquiera quieren trabar miradas desafiantes con los acusados: se acarician y alientan para sostenerse, se contentan con aguantar la fatiga y el dolor, la cercanía de esos monstruos personales que siempre encuentran alguna excusa para reír. Como en el clásico etarra, también en este caso nuestras lágrimas son sus carcajadas.
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