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Si no somos corresponsables del pasado, tampoco tendremos derecho a reclamarnos legítimos propietarios del futuro (Fernando Savater) |
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Sexo en Madrid |
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El gran timo del amor universal |
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SILVIA GRIJALBA
A Mercedes, con lo del síndrome del nido vacío, le había dado por «encontrarse a sí misma». En casa, el incienso, los tatamis, las luces tenues, los tapices indios y los principios del Feng Shui habían sustituido al tresillo en el que Alfredo llevaba 20 años tirándose a la bartola cuando volvía del trabajo. Alfredo, al principio, estaba un poco asustado. La vida también le había cambiado. Su hijo se iba a estudiar Oceanografía a Canarias; su piso del barrio de Prosperidad no estaba claro si era una jaima marroquí o un templo hindú, y su mujer se pasaba el día leyendo libros de gente rarísima y yendo y viniendo, sin parar en casa, con la historia de que iba a encontrarse a sí misma.
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Un día, después de cuatro noches de cenar pizza recalentada, Alfredo, sin ánimo de ofender, comentó, como si tal cosa, qué había sido de esas lentejas que Mercedes llevaba cocinando todos los miércoles desde hacía 20 años. Esa noche, Mercedes le miró fijamente y le dijo: «No tengo tiempo de cocinar. He perdido mucho tiempo cocinando... La labor de encontrarse a una misma es muy complicada y requiere mucho tiempo y esfuerzo... Si quieres lentejas, aquí tienes la receta». Alfredo sabía que su mujer lo estaba pasando mal y que cuando se le metía algo en la cabeza no había forma de hacerla cambiar de opinión. Cogió el papelito, se puso el delantal y cocinó unas lentejas un poco aguadas, pero estupendas. Mientras las hacía, pensaba que si no decía nada, ya se le pasaría y que mejor era lo de buscarse a sí misma que darse al bingo, como la mujer de su compañero Miguel, o que le entrara una depresión, como le había pasado a su madre cuando él se fue a trabajar a Madrid.
Mercedes, hasta entonces, había estado un poco a la defensiva. Estaba convencida de que la misión que estaba realizando era la correcta, pero en el fondo se sentía un poco culpable. Toda la vida había planchado las camisas de Alfredo, le había hecho la cena, había tenido la casa como a él le gustaba. Y de repente, todo era distinto. Pensaba que su marido iba a protestar más, a quejarse, a echarle en cara algo. Pero cuando vio que Alfredo aceptaba la situación y se ponía a cocinar, pensó que lo que decía su maestro era cierto. Si el camino era el correcto, todo estaba a favor. Así que empezó a intentar convencerle de lo bien que lo iban a pasar si iban juntos a las clases de yoga o a las de reiki. Cuando vio que había un curso de sexo tántrico, pensó que por ahí podía convencerle. Se informó en el centro de Yoga Sanatana Dharma (calle de Preciados, 36), en el City Yoga (calle de Artistas, 43) y después de elegir un curso, le dijo que tenía que ir con pareja porque si no le ponían allí a hacer los ejercicios con un tío cualquiera.
Ante esa posibilidad, Alfredo (que compartía con Landa algo más que el nombre) aceptó sin dudarlo. Aquello le sonaba a chino. Había oído que consistía en correrse para dentro o algo así. Después de varias clases se dio cuenta de que lo de la eyaculación o no eyaculación era lo de menos. Que lo importante era cómo se percibía al otro, la idea de que lo importante es el camino y no la meta y muy especialmente que el orgasmo y la eyaculación no tenían porqué estar unidos. Tras varias sesiones teóricas y prácticas, Alfredo se dio cuenta de que, a sus 46 años, había descubierto algo que ya hubiese querido practicar a los 20. Los orgasmos múltiples, esos que le hacían envidiar a las mujeres cuando él, después de eyacular, a lo máximo que llegaba era a alargar el brazo para coger un cigarrillo, no eran exclusivos de ellas. También él podía tenerlos gracias al rollo chino o indio ése... Desde ese momento, el nido vacío se convirtió en un nuevo nido de amor (tántrico).
silviagrijalba@mixmail.com
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