José Luis Giménez-Frontín
Yo conocí a una señora que, si alguien clamaba en su presencia contra su abrigo de piel de lince, se encrespaba afirmando que todas las denuncias sobre la extinción de éste y otros animales no eran científicas, sino pura palabrería de periodistas rencorosos e histéricos. Lo sabía porque era evidente y también por una fuente de mucho fiar, que era su peletero. Me acordé de esa dama leyendo Eco-histerismo global, la columna de Rafael L. Bardejí en ABC del 17 de Febrero. En ella, el articulista afirma contundentemente que los inquietantes informes sobre un cambio climático son «histeria con muy poca base científica»; que dichos informes «no han presentado datos que avalen sus tesis»; y que, en todo caso, aun reconociendo un incremento anual de la temperatura media del planeta en una décima de grado, éste sería «despreciable en relación al aumento de bienestar alcanzado».
En muy pocas líneas, el articulista desarrolla dos discursos distintos: el que niega la existencia de hechos, y el que niega que los hechos, al parecer existentes, tengan consecuencias relevantes.En el primero, se niega el rigor metodológico de los análisis de futuro (¿o de presente?) de los informes de la ONU, de las campañas de alerta de la mayoría de gobiernos democráticos, y de las tesis postuladas desde hace pocas décadas por un puñado de biólogos y ecólogos (no necesariamente coincidentes con los ecologistas, en materia de energía nuclear, por ejemplo), la más apocalíptica de las cuales, ciertamente, es la defendida por James Lovelock. La reducción de la capa de ozono o el deshielo de glaciares y polos, ¿no constituyen datos objetivamente computables? ¿Su divulgación merece ser calificada de «histeria con muy poca base científica»? L. Bardejí parece elaborar mera ideología cuando, en bloque, acusa de ideólogos a los analistas del cambio climático.También me recuerda a los creacionistas (islámicos y cristianos) que tachan de ideología al evolucionismo cada vez que los investigadores, como científicos que son, se interrogan sobre algún enigma en la lentísima expansión de la materia viva. Así, en su tramposa y desesperada lógica, un interrogante sobre la mutación de un gen ¡demuestra la existencia de un Dios revelado! Diría que no es menos patética la manipulación ideológica de las palabras para negar documentadas hipótesis de futuro e incluso evidencias del aquí y ahora.
En el otro registro (diría que un tanto contradictorio), el articulista pondera los auténticos problemas para los que, en efecto, no se vislumbra una solución clara: ¿Cómo hacer compatible el control medioambiental y el bienestar de nuestros modelos de desarrollo y consumo? ¿Quién y con qué legitimidad -añado yo- le dice a los chinos y a los indios que su desarrollo entraña un colapso medioambiental de escala planetaria? ¿Quién les dirá a los mayores incumplidores europeos de Kyoto (los españoles, con los catalanes en cabeza) que no viajen y que refrigeren menos sus casas?
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