Viernes, 23 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6277.
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Padre y nieto del sr. Esteve
Creador de una de las obras más populares del teatro catalán, Rusiñol criticó una forma de vida que le permitió ser el bohemio que siempre defendió TEATRO
IOLANGA G. MADARIAGA

Inmersos en esta especie de fiebre conmemorativa de efemérides diversas -las necrológicas son las más socorridas- se celebra, durante la temporada teatral 2006-2007, el Año Rusiñol. El centenario de la publicación de la novela L'auca del senyor Esteve (1907) -diez años más tarde el mismo Rusiñol la reconvirtió en una de las obras dramáticas más conocidas del teatro catalán- es una buena excusa para revisitar la obra del polifacético artista que, denostando la figura de su abuelo paterno, lo elevó a la categoría de arquetipo de la burguesía catalana.

Sin duda, el tipo que representa el señor Esteve es el tópico catalán que goza de mejor salud, a pesar de que la industria textil en Cataluña se encuentre prácticamente desmantelada y una nueva burguesía de constructores y especuladores varios haya venido a desbancar a los industriales del poder.

A buen seguro, este año conmemorativo hubiese hecho brotar finas ironías a un Santiago Rusiñol (1861-1931) siempre a punto para arrancar una sonrisa al rostro de sus contertulios. Un Rusiñol de quien se cuenta -entre otras muchas anécdotas- que, reconocido como autor de comedias por una señora e interpelado respecto a si se trataba de Angel Guimerà o de Ignasi Iglesias, contestó: «No señora, soy los hermanos Alvarez Quintero». Un moderno instalado en la meca de la modernidad (Montmartre, París, 1889-1893), a quien sus veleidades con la absenta y la morfina jamás restaron fuerza a su sano sentido del humor.

Autor dramático, narrador, coleccionista de arte y pintor, facetas a las que se tendría que añadir su importante labor como agitador cultural, Santiago Rusiñol fue una figura clave del modernismo catalán y se ha convertido en uno de los personajes más relevantes de la cultura catalana. Lejos de encerrarse en su torre de marfil, Rusiñol puso a disposición de la intelectualidad catalana un ingente caudal literario y pictórico y abrió las puertas de par en par de su casa en Sitges (el Cau Ferrat), convirtiendo la pequeña población marinera en el santuario del modernismo catalán.Sitges ha querido rendir homenaje al oficiante de las míticas Fiestas Modernistas (1892-1899) que contribuyeron de forma decisiva a la distinción de la villa a los pies del Garraf.

La celebración de la efeméride, de la que ahora el Ayuntamiento de Barcelona toma el relevo al de Sitges, tan sólo ha rozado los ambientes teatrales. Sin embargo, en lo que va de temporada, se han producido dos estrenos dignos de mención. Sílvia Munt y Ramon Madaula (directora y protagonista receptivamente) ponen en escena Cap al tard, un espectáculo estrenado a primeros de este mes en el Teatre Bartrina de Reus. Se trata de un homenaje a Rusiñol que sus artífices han sabido edificar como un auténtico espectáculo teatral a partir de retazos de la dramaturgia del autor y algunos apuntes biográficos. Cap al tard se ha planteado como un diálogo entre la música de Erik Satie -uno de los mejores amigos parisinos de Rusiñol-, interpretada en directo por Sergi Cuenca o por Josep Ferré (los dos intérpretes se alternaran en la gira), y las palabras del propio Rusiñol, encarnado por Ramon Madaula.

Al parecer, el espectáculo, actualmente en gira por Cataluña, busca una sala donde instalarse en Barcelona; sería interesante que Cap al tard encontrase pronto su merecido refugio en la capital del modernismo, no tanto por la premura de la celebración como por su calidad como espectáculo.

La extensa producción dramática del polifacético artista permite por sí sola elaborar un basto recorrido por géneros y estéticas del teatro catalán a caballo entre dos siglos. Desde la defensa a ultranza del arte por el arte, hasta la creación del mito del señor Esteve, pasando por el compromiso ideológico de obras como L'hèroe (1903), Rusiñol cultiva un amplio jardín dramático que da noticia de su propia experiencia vital. En 1898, transforma su «vuelta en carro por Cataluña», acompañado por su amigo el pintor Ramon Casas, en la obra teatral L'alegría que passa: una defensa a ultranza de la vida bohemia, donde plantea el enfrentamiento entre la vida cotidiana y el mundo ideal -prosa versus poesía- como universos irreconciliables. Sus primeras obras incidirán en este tema.

El jardí abandonat (1900), que ahora (y hasta el 4 de marzo) se recrea en el Espai Escènic Joan Brossa de la mano del director Francesc Nel·lo, forma parte de este teatro simbolista (la influencia de Maeterlinck -de quien Rusiñol había estrenado La intrusa en una de sus fiestas modernistas- es patente), con el que se pone de manifiesto la dicotomía básica entre lo poético y lo prosaico.

El equipo del Espai Brossa, siempre atento a la revisión de los clásicos, nos ofrece la oportunidad de acercarnos a un Rusiñol prácticamente desconocido fuera de los estudios literarios. Los personajes que habitan el jardín son etéreos, puro espíritu, y se ven amenazados por un mundo exterior cada vez más envilecido.Teresa Cunillé, Nausicaa Bonnín e Iván Morales recrean ese mundo decadente que, sin embargo, tanto contribuyó a la renovación de las formas teatrales.

El mismo enfrentamiento que Rusiñol propone en sus primeras obras estará en la base de sus obras más reconocidas. Dejando al margen melodramas como Les dues filles (1922), sainetes del tipo Gente bien (1916) o vodeviles, El Sr Josep falta a la dona o La dona del Sr Josep falta a l'home (1915), obras escritas para ganar el favor del público y, más aún, para satisfacer al mundillo de la farándula del que el autor quiso rodearse; la pieza más conocida de Rusiñol, L'auca del senyor Esteve plasma la lucha entre la burguesía y el artista, al tiempo que crea un símbolo social: el señor Esteve, producto de la industrialización; el arquetipo de la burguesía catalana frente al nieto que quiere ser artista. Aunque los dos mundos irreconciliables de las primeras obras modernistas acaban por sintetizarse en la figura del nieto que consigue ser escultor gracias a la herencia del abuelo.


Un jardín de cambios

Prolífico autor donde los haya, Santiago Rusiñol escribió un sinfín de obras de teatro. Y en todas ella dejaba parte de su alma, de sus inquietudes, de sus miedos. El jardí abandonat no podía ser una excepción. En este vergel, Rusiñol sembró la semilla del cambio: el autor empezaba a reconstruir su proceso creativo, puesto que el final de la belleza modernista era evidente y el Noucentisme cogía el testigo del protagonismo.

Nausicaa Bonnin, Teresa Cunillé (en la foto) y Iván Morales viajan a principios del siglo XX para representar, en el Espai Escènic Joan Brossa, esta rareza del repertorio rusiñoliano: se trata de un texto muy lírico que mezcla la música y el canto y que no es fácil de llevar al escenario. El artista la escribió en 1900, pero no se estrenó hasta 1928, en el Teatre Romea. La primera escenificación de El jardí abandonat no gozó de mucho éxito, así que tuvo poca vida. Y eso que la obra entraña más vida de Rusiñol de lo que parece: los expertos aseguran que el texto es su testamento artístico.

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