Viernes, 23 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6277.
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Poder de cine
Envidia de la belleza
Montserrat Nebrera

Aunque muchas películas han tratado con acierto y agudeza el tema de la belleza usada como fuerza para doblegar los espíritus, una se alza entre todas por la potencia comercial con la que desde hace décadas modela el imaginario infantil. Y no me refiero tanto a la disertación sobre el modo en que la belleza ejerce su influencia activa, como a aquella otra por la cual la contemplación de la belleza hace serviles a quienes la persiguen. La fuerza activa es la seducción; la pasiva es la envidia. En esta última dimensión de la belleza, ninguna película supera a Blancanieves y los siete enanitos.

Por supuesto que esta primera producción de Walt Disney, la más taquillera de 1938 y una de las más rentables de la historia del cine, no sólo por eso recreaba la memorable narración de los hermanos Grimm. Hay también toda una reflexión filosófica sobre la cosmogonía, representando en los siete enanitos a los siete planetas de la astrología, que no es otra cosa que la simbolización de las fuerzas que conforman el mundo y destacando en ese mundo ideal, como ocurre con las sombras cavernarias de Platón, que el mal es siempre necesario contrapunto de la bondad.

Bondad y belleza son la misma cosa, lo sabían los clásicos y tal vez sería momento de empezar a recordarlo. En su formulación actual, diríamos que cada persona es responsable de su cara a partir de una cierta edad, y ni los pactos con el diablo, hoy más visibles cuando la cirugía estética sirve a la ignominia por más que se disfrace de libertad, evitan el afeamiento del rostro por causa de la contaminación del alma. Por eso Blancanieves es inmaculada y se halla rodeada de quienes simbolizan parcialmente los defectos y virtudes del alma, matizados aquéllos, magnificadas éstas en contacto con la belleza suprema, como ocurre con toda iluminación.

Blancanieves es el sol, pero no brillaría sin contrastarse dialécticamente con el oscuro ser que, en la mayor parte de los cuentos, es una madre postiza. El héroe está casi siempre huérfano de madre, y la ridícula crítica sobre el machismo imperante en estos relatos simbólicos olvida que el combate es entre mujeres, y que es la fuerza femenina, la fuerza primigenia, la que disuelve tranquila y sosegadamente el nudo gordiano del mal. El papel concedido a los hombres (que no son sexos en este caso, sino roles) es de mera comparsa o secundario, aunque los enanitos cumplan con el deber sagrado para la comunidad de cultivar el recuerdo de sus muertos, y el príncipe simbolice, con su beso resucitador, la fuerza del amor en la resolución de todos los conflictos.

Pero hay más: una mujer hermosa deja de serlo corroída justamente por la voluntad de conservarla, y por su envidia de quien la tiene por derecho propio. No existe pecado capital alguno más corrosivo que ése: porque aniquila a quien la siente y perjudica grandemente a la persona envidiada. Y no es un pecado menor.En las representaciones gráficas de los países en razón de sus pecados, el que de forma tal vez grosera pero creo que bien aproximada se refiere a España es justamente la envidia. Su fuerza negativa obstaculiza el progreso, paraliza las iniciativas, hace de quien no es capaz de resistirse a su poder, un ser empequeñecido y vano. Y no existe envidia sana, es un oxímoron.

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