El festival lo inició Eto'o, sensible al cambio climático como los osos del zoo de Moscú, que se negaron a hibernar ante la falta de nieve, o los cerezos de Central Park, que florecieron en pleno mes de enero. Su indisciplina, primero, y su verborrea, después, animaron a otros exaltados: Edu, del Valencia, declara que se rompió los ligamentos de la rodilla por culpa de la dieta que le impuso su técnico, Sánchez Flores. Emerson se niega a salir a calentar, Van Bommel culmina lo que el espanyolista Costa anticipó y regala dos hermosas butifarras al Bernabéu, Salihamidzic escupe a la grada y Bellamy agrede con un palo de golf a su compañero Riise tras una noche etílica.

El alegre proceder de estos profesionales del balón es una pura cuestión ambiental. El fenómeno no tiene más importancia que una erupción cutánea o un ataque de estornudos, pero tiene la virtud de recordarnos que cuando el fútbol se mezcla con cantidades ingentes de dinero se convierte en un mal ejemplo para las personas de bien. El espectáculo acaba de empezar y la cosa, con los calores que se avecinan, promete.

En estas circunstancias adquieren todavía más valor aquellos jugadores que aman la competición, aquéllos que disfrutan de cada segundo en que el balón corretea y de cada golpe que reciben.Son los primeros en llegar a los entrenamientos, los que dan ejemplo, los que en las carreras lideran al grupo, los que actúan movidos por esa locura que es la perfecta observación del código del fútbol. En el difícil marasmo donde conviven machos cabríos con polloperas imberbes y graciosos indolentes con laboriosos burócratas, ellos son los últimos guardianes de los valores del deporte. Para evitar ser confundidos con el resto del rebaño, lucen brazalete y responden a la voz de capitán.

Esta misma semana ha sido posible ver a tres de ellos exhibiendo su liderazgo. Estuvo en el Bernabéu Raúl, que por su entrega bien podría ser un héroe de Víctor Mora, y resonaron en el Camp Nou los tremendos gritos de Gerrard, dios de Anfield, que se tornaron sencilla timidez tras la victoria.

Peor lo tuvo otro de los sumos sacerdotes del fútbol, el azulgrana Puyol, tirando con sus cuádriceps de un grupo acomodado. Cuando el aire arrastra el presagio de la tormenta, nadie sufre más que un capitán, y nadie merece menos su destino. La canción de estos campeones en la derrota es la que el poeta dedicó al difunto guía de un navío: «¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán! Levántate y escucha las campanas; levántate, para ti flamea la bandera, para ti suena el clarín, para ti los ramilletes y guirnaldas engalanadas, para ti la multitud se agolpa en la playa».