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 CULTURA
DIARIO LIBRE
El ministro Rubén Blades canta solo en el despacho
El poeta y periodista cubano relata cómo el cantante panameño Rubén Blades ha volcado su energía en el cargo de ministro de Turismo, y repasa la vida de Cardoza y Aragón, un viejo amigo de Lorca
RAUL RIVERO

Martes

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Cantor de Pedro Navajas

El ex presidente ecuatoriano Abdalá Bucaram cantaba por radio acompañado por un grupo llamado Los iracundos. Hugo Chávez interrumpe sus discursos castristas a cada rato para obsequiar a los venezolanos con la ranchera El Rey, de José Alfredo Jiménez, y el ministro de Turismo de Panamá se pasa horas reunido con sus asesores y no canta. No canta a pesar de que es Rubén Blades.

Así es de enmarañada aquella tierra múltiple y diversa donde en Chile la palabra guagua quiere decir bebé y en el Caribe, ómnibus. Nada tiene de extraño que ciertos presidentes ignoren que de ridículo también se muere y les dé por cantar mientras un cantante, un músico excepcional como Blades, se encierre en un gabinete a firmar decretos o se lleve el 20% de los votos en unas elecciones presidenciales.

Blades, por supuesto, es un artista genuino, un cronista de la calle y de la vida marginal de la América profunda. Nació con los ritmos en la sangre por la herencia familiar. Luego la convivencia, el roce y el talento terminaron el trabajo. Al tiempo que su sensibilidad y la cultura política que alcanzó durante sus estudios como abogado en Panamá y Estados Unidos lo llevaron a una atalaya privada y privilegiada para observar la vida y los caminos de su país y de ese continente.

Ganador de seis Grammys, autor de decenas de canciones y con una discografía impresionante, el panameño ha trabajado también como actor en numerosos filmes norteamericanos.

Su nervio popular, su mirada genuina al barrio y a las esquinas calientes y pendencieras, su tendencia a narrar, casi con rigor de cuentista, historias de romances y tragedias subterráneas, no le han impedido desarrollar, además, un modelo de canción que contiene requerimientos de unidad, concordia y búsquedas de soluciones comunes para los países de aquella región.

Encasillado por los críticos como el promotor de una salsa lúcida, filosófica, de alcohol en la llaga, que trasciende la simple descripción, Blades tiene un trono aparte en aquellos reinados mixtos de relumbrones o de perpetuidades. Su famoso disco Siembra, de 1978, que incluye piezas de antología como Pedro Navaja, Plástico y Buscando Guayaba es el que lo inscribe y lo diferencia de otras voces. El que ayuda a los investigadores a hallar esa curiosa y contradictoria definición de salsa intelectual.

Parece que ya aquel público extraña la presencia del músico, su timbre personal, la originalidad de sus letras. Una carta que acabo de recibir de una amiga dominicana que vive en Puerto Rico me recuerda que muchos panameños pueden a aspirar a ser ministros, pero que sólo Rubén Blades puede volver a ser Rubén Blades. Ella tiene razón, pero sucede que el artista se empeña en quedarse en el despacho con sus asesores. A pesar de que hace unos años le dijo en España al periodista José Arteaga que la música acerca lo que política separa.

Jueves

Las líneas de Cardoza

A la hora de morirse, en México, en 1992, sin ojos para ver el siglo XXI, sabe Dios que tendría en su cabeza de sabio mestizo Luis Cardoza y Aragón, un poeta que había dejado escrito esta sentencia para burlarse del tiempo y la estampida final: el futuro empezó ayer.

Hoy es todavía, y seguirá siendo si alguien -una sediciosa promoción de académicos, por ejemplo- no establece otra atrevida pauta de valores, el intelectual más importante de la cultura de su país natal, Guatemala. Aunque su rastro empieza y termina en México, donde vivió un exilio terco. Su nombre y la potencia de su obra se pasea por todo el continente con la autoridad de una aristocracia que le dio el trabajo.

Nació con el siglo XX en Antigua Guatemala y en Francia, de muy joven, conoció a todo el que tenía que conocer -de Breton a Maiakovski- estudió dos cursos de medicina y publicó su primer libro, Luna Park, en l932.

Cardoza y Aragón escribió poesía, ensayos y críticas de arte para las publicaciones más importantes de México y otros países de América, pero hay un libro que lo marcó y le sirve aún de contraseña en la literatura: Guatemala, las líneas de su mano.

En ese texto, el escritor resume su experiencia de una década (entre 1944 y 1954) en la que volvió a su país y se entregó a una porfiada actividad política durante el gobierno del presidente Juan José Arévalo. Fue diputado a la Asamblea Constituyente y luego fue embajador en su país en Francia, Chile, Colombia, Suecia y Noruega.

A la caída de Jacobo Arbenz, el poeta regresó a México y no pudo jamás tocar el paisaje de su tierra donde, como en otras naciones de la región, lo único que no ha escaseado nunca es una selecta vanguardia de gorilas fanáticos de los uniformes, las balas, la cárcel y la muerte.

Debo a una investigación rigurosa del poeta y periodista Jorge Alejandro Bocanera, los apuntes de los encuentros de Luis Cardoza y Aragón con Federico García Lorca en el muro del malecón de La Habana y en los ruidosos restaurantes del Hotel Bristol y La Zaragozana.

El poeta guatemalteco, que trabajaba en el consulado de su país en la capital cubana en 1929, lo escribe todo en su autobiografía El río, novelas de caballería, que publicó en Ciudad de México, en 1986.

Se encuentra con el poeta granadino en una casa de Centro Habana.«Fuimos a una cervecería. El salado calor habanero sentíase fuertemente.Me encuentro con Lorca y es todo un acontecimiento en mi vida.Fuimos muy amigos y creo haberle conocido», dice.

«Escuché varia veces de labios de Lorca la mayor parte de los poemas de Poeta en Nueva York. Quiero recordar algo de la impresión que me causaron. Todo ese mundo en cuarta dimensión que suele estar en potencia y otro vivo, presente. Para decir lo que Nueva York crea la forma que requiere. Una forma fúlgida, armoniosa, directa y de tensión alucinante, sorprendente, invención metafórica y correspondencias inauditas».

Cardoza está deslumbrado con el español y conforman una pareja inseparable de parranderos. El colombiano Porfirio Barba Jacob y el norteamericano Waldo Frank, convierten el dúo en una escuadra bohemia que asola los bares y las casas de cita del barrio de La Victoria. Un cuarteto que alarma al público y sobresalta a los serenos de los alrededores del teatro Alhambra.

Lorca y Cardoza hallaron química suficiente en ese tiempo en el Caribe como para hacer un libro a cuatro manos: Adaptación del Génesis para music hall. La Revista de Avance anunció la salida de la obra, pero ambos se fueron de Cuba, cada uno por su lado, a encarar su destino.

El guatemalteco guardó el original, pero después del asesinato de García Lorca decidió no publicarlo y, finalmente, el libro se extravió, según la nota de Bocannera.

Cardoza consiguió retratar en una línea su visión particular de la alegría que vio o creyó ver en aquel Lorca que cumplía en La Habana 32 años. «Su risa», escribió «es una muchacha desnuda».

Su habilidad para resumir su impresión de un hombre está en el resorte secreto de Cardoza para los aforismos. Su pulso para exponer en pocas palabras, un punto de vista definitivo, agudo y poético. Es el mismo recurso que utiliza para dejarnos esta certeza: «La poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre».

Cuando uno lee sus versos tiene que darle la razón.

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