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 MADRID
Deporte
Rascacielos naturales
La falta de nieve y las ganas de salir de la ciudad impulsan a cientos de aficionados a la montaña a hacer escalada. Esta práctica, que cada vez atrae a más adeptos, permite trabajar el cuerpo y la mente respirando aire puro en entornos naturales como La Pedriza o Patones
ADRIAN CORNEJO

DONDE ESCALAR EN MADRID

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La Cabrera: A-1 hasta el kilómetro 57.

Pontón de la Oliva (Patones): A-1 hasta Venturada, dirección Torrelaguna.

La silla de Felipe II: Desvío a Valdemorillo, a tres kilómetros del Monasterio de El Escorial.

La Pedriza: M-607, desvío Manzanares El Real.

Estás asegurado, colgado en medio de una pared, has llegado hasta ahí, pero no ves otra solución que soltarte y que te bajen. Ninguna esperanza de poder seguir. Tus músculos quieren relajarse, tu mente tranquilizarse y los pies salir del prieto calzado que les ahoga desde hace tiempo. Sudas por la tensión y, si no tienes experiencia, tiendes, por instinto, a pegar la mayor parte de tu cuerpo a la roca, para ver si con un mayor rozamiento aumenta también la sujeción. Intento en vano. Pero en contra de las señales del cuerpo, ¡tu mente ordena continuar la ascensión!: la montaña te ha retado y tú quieres quedar por encima de ella.

En el momento en que decides seguir, brota un nuevo agarre.No se trata de una roca oculta, ni de una pieza clave del material que portas. Lo que te ayuda a salir de donde no creías, para elevarte por encima de tus propios límites, no es físico: es la fe. Resulta decisiva en las dificultades, tanto como las dosis de paciencia imprescindibles para explorar rigurosamente el terreno en el que vas a pisar, en busca de un escollo favorable. Si la inspección ha sido correcta, verás cómo lo inverosímil se hace realidad: tu cuerpo se elevará unos centímetros más, acercándose a la meta, la recompensa, pero ¡cuidado!, toca ser más frío que nunca. Por muy cerca que parezca la cumbre, hay que aguardar, recordar los agarres que usamos con las manos para colocar posteriormente los pies, pensar y seguir pensando. La escalada es un juego psicológico y puede distorsionar la percepción de las mentes débiles: algo cercano en el espacio puede estar muy distante temporalmente.No es cuestión de que las precipitaciones nos hagan naufragar casi en el puerto.

Todavía queda la adrenalina del momento final, el último suspiro y lo mejor: la recreación de la hazaña conseguida. La cara de satisfacción tras una difícil escalada es la del deportista que da lo máximo de sí y consigue lo que busca, la del vencedor exhausto que tirado en el suelo contempla el escenario de su triunfo, vacío en realidad, pero repleto de fugaces imágenes en su memoria.

Sobre un risco, en plena naturaleza, todo se ve desde otra perspectiva, lo mismo que en un rascacielos. Como el bloque no es de hormigón y la subida se ha realizado de un modo más sufrido que en un cómodo ascensor, se valora más la hazaña y la propia vista. Se olvida todo. Quedan igualmente empequeñecidos, allá lejos, el ritmo frenético de la ciudad, los roles y corsés de un frecuentemente ingrato trabajo que ahora se percibe muy lejano, por falta de elementos que lo evoquen.

En la montaña reina el espíritu libre: no hay más horarios que los que marca la luz del día ni contaminación más allá del humo desinhibidor y relajante que casi todos los montañeros inhalan entre una y otra vía; no se ven elementos artificiales que no sean parte del material empleado para escalar y la gente, aun siendo desconocidos, se saluda cuando se encuentra.

Para escalar sólo son necesarios dos requisitos: que te guste la montaña y no ser impaciente. La técnica se hace, la fuerza se adquiere, la concentración se entrena y el material -cuerdas, mosquetones y anclajes de todo tipo- se comparte, a excepción de los pies de gato -calzado especializado- y el arnés.

La primera vez que se escala se hace por curiosidad: un conocido te invita a probarlo y te gusta. Las demás, por superación: quieres llegar más alto, superar toda clase de límites geográficos y personales. Los pasos iniciales se practican en rocódromos -instalaciones urbanas específicas- o búlderes -bloques de poca altura que se escalan con una colchoneta como única protección-. Luego se salta al entorno natural, donde se perfecciona la técnica y se libera la mente.

Es la historia de casi todos los escaladores, idéntica experiencia y secuencia a la que transformó a un grupo de amigos de Getafe.Carlos, Didi, Tito, Alfonso, Manolo y Alberto son jóvenes, estudiantes o trabajadores, pero en algo más de tres años han pasado de aficionados a expertos, montañeros de fin de semana que, de hacer sus pinitos en sencillos búlderes, llegaron a encaramarse a difíciles cimas de España y el extranjero. Han practicado tanto la escalada artificial -en la que te sirves de instrumentos para remontarte- como su preferida, la clásica -el único material empleado es para seguridad- y en condiciones tan diversas como el número de lugares preparados para ello: Patones, El Vellón -actualmente inundado por la apertura de la presa del Jarama-, La Cabrera y especialmente La Pedriza, uno de los entornos más bellos de Madrid y santuario particular del grupo. Ahora, con experiencia y perspectiva, hacen su particular radiografía del que se ha convertido en su deporte: «a un nivel normal, cualquiera lo puede practicar. El único impedimento es la lluvia, que convierte la roca en una pista de patinaje», declara Carlos. Ellos han finalizado ascensiones que les llevaron toda una mañana, descendido cumbres de noche, dormido bajo rocas heladas o diluviando. Dicen que «las dificultades les hacen fuertes», pero que «no hace falta correr tanto riesgo para escalar». Afirman que nunca se han «lesionado de gravedad» -sólo alguna tendinitis- y que si así fuera, y pese a no haber cobertura allá arriba, «siempre se puede marcar el 112 para emergencias». Ahora viven pensando en la montaña y, además de material y ascensos, comparten un local en el que entrenan y recuerdan: «Nunca olvidaré cómo un día gélido de invierno tomamos el sol descalzos y en manga corta, respirando aire puro en lo alto de un risco de La Pedriza, pensando lo que harían los demás en la ciudad», contaba Didi.«¡Qué diferente se ve todo desde arriba!».

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