Domingo, 25 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6279.
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Parada de monstruos
Ahí, en la 'pecera', están moros y cristianos revueltos, haciendo pandilla y cruzando chascarrillos A ratos cuesta imaginar que están siendo juzgados por la masacre de Atocha Sospecho que a estos chicos les da igual trabajar para Dios que para un 'narco'
CARMEN RIGALT

Los he mirado tantas veces que podría identificarlos sin necesidad de verlos. Han cambiado mucho desde la primera vez que la televisión nos brindó sus rostros. La mayoría de ellos se ha afeitado el cráneo y ya no lucen esa barba recortada que les confería un aire religioso y lejano. Tampoco visten prendas extrañas. Llevan chupas de cuero, gruesos jerseys de colores, zapatillas deportivas y cazadoras muy vistosas. Parece que a todos les ha aconsejado el mismo estilista. Tal vez los abogados defensores les sugieren la conveniencia de vestirse así para no despertar rechazo en nuestra sociedad. Pero no. Alguien me hace saber que ellos mismos promueven estas consignas. En las web yihadistas figuran lecciones de seguridad para los muyahidin y documentos con indicaciones muy concretas. Uno de estos documentos (Púlpito de la Unión y la Yihad) fue encontrado precisamente en el piso de Leganés. En él se indica cómo hay que enfrentarse, física y psíquicamente, a los interrogadores.

Estos días mis pupilas han taladrado muchas veces el cristal blindado de la pecera. Ahí están moros y cristianos revueltos, escuchando y comentando los interrogatorios. No parece gente apesadumbrada o arrogante. A ratos hasta cuesta imaginar que son terroristas y que están siendo juzgados por la masacre de Atocha. No me producen rabia ni lástima, sino una curiosidad insoportable. En casa miro los vídeos de los interrogatorios tratando de buscar alguna clave que me permita vislumbrar sus entrañas: un mohín de tristeza, una sombra de ingenuidad, una palabra titubeante. Pero no hay forma. Lo niegan todo una y otra vez, y nada permite descubrir en sus miradas a los héroes que un día se creyeron. La historia está llena de grandes asesinos y conspiradores insignes, pero estos chicos sólo son peones, morralla urbana. Sospecho que les da igual trabajar para Dios que para un narcotraficante. Podrían haber sido reclutados en cualquier barrio periférico de Madrid o Barcelona, a la salida de una discoteca. Visten parecidos uniformes y manifiestan el desdén propio de las tribus callejeras. Algunos hablan mal castellano, pero deslizan palabras en argot.

A Zougam lo reconocí enseguida. Se había cortado los rizos desordenados, pero su rostro abrupto seguía siendo inconfundible. El día que lo detuvieron aprendí todo lo que se dijo de él. Necesitaba ordenar el puzzle de interrogantes que se abrían en mi cabeza (¿cómo es un yihadista?, ¿qué mirada gasta un hombre después de matar a 191 personas?) y sorbí su biografía como si fuera la del Cid Campeador. Así supe del locutorio en Lavapiés, de su infancia en Tánger, de su familia, sus aficiones, su vida entre nosotros.

Zougam es un ejemplar de gimnasio. Un machaca. En los interrogatorios se dobla sobre sí mismo, como si la silla resultara pequeña para su envergadura. A veces parece que llora, pero no es verdad. Sólo se sujeta la cabeza. Jamal Zougam condena los atentados y niega su participación. El fiscal pide para él 38.000 años de cárcel, tiempo equivalente a 400 vidas. Más abrupto y esquinado que Zougam es Rachid Aglif, cuyo físico no pasa inadvertido en la sala. Le apodan El Conejo por sus abultados dientes de roedor. Aglif es amigo de Trashorras y está relacionado con el tráfico de explosivos. Durante el interrogatorio, llora o moquea, aunque tal vez no sea ninguna de las dos cosas. El Conejo conduce a ElGamo: es Bouchar, uno (o sea, otro) de los presuntos autores materiales de la masacre. A Bouchar le llaman El Gamo porque corre que se las pela. Gracias a sus piernas de corredor escapó de Leganés cuando sus compañeros se inmolaron. Acabó en Belgrado, que ya es correr. Seguramente su condición de atleta es lo que le mantiene pegado a la tierra.

Me detengo en Almallah, el sirio. Viste traje y corbata, luce un cráneo como abrillantado con un detergente mágico y muestra una pose achulada: el cuerpo abandonado en el respaldo de la silla, y la sonrisa pequeña, un punto cínica. Almallah se enrolla como un vendedor de alfombras del zoco. Ya puesto, también habla de mujeres. Anda que no sabe.


El chuleta y el devoto

PERFILES. En el frente de la Casa de Campo, la pecera concita las miradas de todos, especialmente de las víctimas, que ofrecen esa actitud doliente y resignada de aquellos a quienes el dolor ha narcotizado el alma. Gnaoui habla de la Renault Kangoo, que es una furgoneta, aunque él asegura no entender de marcas (cosa rara entre los jóvenes marroquíes, que lo primero que hacen al pasar el Estrecho es mirar catálogos de coches). 'El Egipcio' permanece con los auriculares cosidos a las orejas. Es un hombre educado, pero sombrío. No se habla con casi nadie. Todo lo contrario de Rafá Zouhier, que parece un charlatán de feria. Cerca de ambos, de nuevo Almallah el sirio, a quien ya no puedo dejar de ver como un ligón de barra (él lo ha querido con sus declaraciones, tocadas de casticismo barriobajero) y Fadoual, que responde a preguntas sobre 'El Chino', el ausente más presente de todos. Por fin declara Mohamed Larbi: Larbi el Ingeniero, como le llaman algunos compañeros para identificarlo. Durante el interrogatorio mantiene las manos juntas en actitud recogida. Es un hombre flaco y pulido, de aspecto discreto y palabra ligera. No me cuesta imaginarlo paseando por Tánger o Nador con una chilaba blanca y el Corán entre las manos, un viernes cualquiera del año. Las suyas son manos de lectura, quizás también de oración. Larbi insiste en la idea de que si fuera terrorista, aprovecharía la ocasión del juicio para reivindicar ante el mundo su causa. En la pecera, moros y cristianos participan de una sintonía común. Se les ve hacer pandilla, cruzar chascarrillos y descojonarse ante las declaraciones de un compañero. No han hecho más que empezar.

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