Lunes, 26 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6280.
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SECRETOS Y MENTIRAS
Cuestión de competencia
La obsesión de los últimos ayuntamientos socialistas por hacer de Barcelona una de las grandes capitales mundiales del lujo, la calidad de vida y el conocimiento, contrasta con la política de infraestructuras de Madrid, que tiene la capital catalana como una simple ciudad de provincias
FÉLIX MARTINEZ

Los economistas llevan años advirtiendo de las fatales consecuencias de un eventual agotamiento del modelo catalán de crecimiento económico. Hace tan sólo un par de años las deslocalizaciones llevadas a cabo por multinacionales que habían optado por instalar cadenas de montaje en territorio catalán hacían que muchos se llevaran las manos a la cabeza preguntándose cuánto iba a prolongarse el proceso. La respuesta era tan sencilla que no querían oírla: hasta que la última de esas compañías transnacionales que tomaron la decisión de instalar sus plantas en localidades catalanas atraidas por una mano de obra semicualificada a precios inferiores a los comunitarios, se marche. Son los mismos que se escandalizaban cuando el ex president Pasqual Maragall animaba a los propios empresarios catalanes a deslocalizar la parte menos cualificada de su producción y a que se la llevaran a Polonia o a China o, incluso a Marruecos.

De hecho, lo único que el actual ministro de Industria, Joan Clos, entendió cuando Maragall le entregó el bastón de mando de la ciudad de Barcelona fue precisamente que tenía que hacer de la capital catalana una de las principales ciudades del circuito internacional de capitales en unos cuantos aspectos: desde el lujo a la capacidad para aglutinar grandes centros de producción de conocimiento, desde equiparar el paseo de Gràcia con el londinense Oxford Street, la parisina place Vendom, o la neoyorquina Quinta Avenida a ser un referente en el mundo de la ciencia y en el universitario.

Maragall ya se había dado cuenta de que el modelo de crecimiento catalán no es que estuviera a punto de quemarse, sino que las brasas estaban ya frías. Clos, eficiente gestor aunque incapaz de aportar ni una sola idea, intentó llevar a cabo aquello que Maragall le había encomendado. Y es cierto que Barcelona es una ciudad turística de primer orden, que es conocida en el mundo entero, que ninguna de las grandes marcas del mundo de la moda ha eludido el compromiso de instalarse en el centro de Barcelona con la excepción quizá de Prada, que anda buscando el local idóneo.Proyectos como el Parc de Recerca Biomèdica o el 22@ no dejan de ser precisamente iniciativas para sustituir a aquellas compañías que habían concebido a los catalanes y a los barceloneses como excelentes obreros o peones avispados. Los dirigentes socialistas de la capital catalana han intentado con denuedo hacer de Barcelona una de las 15 capitales del mundo no tanto para atraer inversiones extranjeras tal y como se entendían en los años 80.

Ahora se trata de lograr que se instalen en Cataluña y en Barcelona instituciones europeas y grandes centros de decisión empresariales.Una ciudad con encanto y con prestigio internacional parece ser uno de las primeras exigencias de los directivos de las multinacionales para decidir instalar sus cuarteles generales en Barcelona. La revolución tecnológica, desde el correo electrónico a las vídeoconferencias hacen posible que las oficinas centrales de cualquier transnacional, sea cual sea su capital de origen, pueda instalar en Barcelona.Lo cierto es que la gestión de Clos de los últimos años se ha dirigido casi de forma exclusiva a envolver Barcelona para regalo, en la mayoría de las ocasiones, olvidando a los barceloneses.La gestión en Barcelona del actual ministro de Industria parecía tener más como modelo a Ruddy Giuliani que a Pasqual Maragall.El nuevo alcalde, Jordi Hereu, parece decidido a tener más en cuenta a los ciudadanos y sus problemas que Clos, pero acaba de llegar y aún lo tiene todo por demostrar.

Sin embargo, por muy bien que hicieran su trabajo Maragall, Clos o Hereu ya fuera símplemente atrezzo como en el caso del Fórum de las Culturas o proyectos mucho más sólidos como el parc de Recerca Biomèdica, Barcelona tiene que dejar de estar en el culo del mundo para que su brillo sea captado por las grandes multinacionales o por los grandes centros de decisión europeos.

Más allá de cuestiones sentimentales, esencialistas, soberanistas, o como queramos llamarlas, lo cierto es que en los dos grandes partidos españoles domina una concepción más radial que centralista de la realidad española. Por muy importante que puedan llegar a ser Barcelona, Valencia, Bilbao o Sevilla, la gran prioridad porque, de hecho, es la única ciudad que representa a España es Madrid. Por eso pasarán años antes de que AENA permita que el aeropuerto de El Prat sea gestionado de manera independiente del sistema aeroportuario español que pasa, irremediablemente, por Barajas.

Los estudios del socialista Germà Bel son demoledores. Barcelona aparece en la realidad aeroportuaria europea en un lugar siete veces por debajo del que le correspondería por importancia. Por eso, cuando tanto el conseller de Política Territorial i Obres Públiques, Joaquim Nadal, como la ministra de Fomento, Magdalena Alvarez, insisten en que la adjudicación de la cuarta terminal de El Prat será para la alianza de aerolíneas que garanticen que Barcelona pueda ser un hub -un nudo de conexiones aeroportuarias internacionales- es inevitable la sonrisa. Madrid es un hub de segunda línea. En Europa tenemos París (Charles Degaulle), Frankfurt, Milán, Roma y Amsterdam. En el debate político en Cataluña se hace cada vez más fácil pasar de la nada al desastre.

Los ciudadanos de Lyon, cuyo aeropuerto Saint Exupéry, no deja de ser un aeropuerto regional, no tienen que salir de su ciudad para cruzar el Atlántico y plantarse en Nueva York o en Washington porque Air France tiene un vuelo directo. Es cierto que los aviones que vuelan a Nueva York suelen aterrizar en Jersey, en el aeropuerto de Newark que tampoco es un hub. Barcelona no tiene que ser Heathrow, el principal aeropuerto londinense que, probablemente sea el mayor hub mundial. Le bastaría con ser Gatwick, el segundo de los aeropuertos londinenses que, lejos de ser un hub, es un cómodo aeropuerto internacional que conecta Londres con casi todo el mundo.

Pero hablar de la cuarta pista del aeropuerto de Barcelona es una quimera cuando muchos de los catalanes que trabajan en Barcelona tardan horas en recorrer los apenas 30 kilómetros que separan su domicilio de su trabajo gracias a la red de cercanías. Eso a menos de un año de que el AVE una Barcelona con Madrid.

felix.martinez@elmundo.es

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