CARLOS TORO
Primera asistencia de Ramón Calderón al palco atlético, como presidente madridista, para presenciar un derbi. Pocas veces, a pesar de la importancia del partido y la rentabilidad de los puntos, habrá visitado un mandatario blanco un lugar tan acogedor y comprensivo como el estadio Calderón. La buena vecindad entre el Atleti y el Madrid es hoy una relación de hermandad. El sábado proliferaron los gestos amistosos y ambos presidentes casi ni se separaron en todo el día. Cada cual pensaba en sus cosas; pero se dedicaron muchísimo tiempo el uno al otro.
El Atleti dividió sus atenciones entre el palco y el terreno de juego. En la moqueta, cortesía irreprochable. En la hierba, piedad no vejatoria. En medio de ambas, un árbitro adherido entusiásticamente al «día del amor fraterno» a favor del Madrid, como si la Liga fuera, en ciertos casos respetuosos con la Historia, una ONG y el Manzanares un templo en el que se rindiera culto al sagrado deber de la hospitalidad. Hagamos lo posible, se dijeron presidente, jugadores y árbitro, para que nuestro invitado se sienta a gusto. Que no se vaya de aquí triste, humillado u ofendido. Todos para uno. Dicho y hecho. El Madrid empató, y con ese caritativo resultado se salvaron, al menos momentáneamente, apariencias, muebles, reputaciones y cabezas.
Los problemas de Calderón no se encuentran en el sur de la ciudad ni residen en lugares ajenos a la casa propia. Se hallan, para empezar, en una confrontación electoral con las heridas cerradas judicialmente pero sin cicatrizar en la carne trémula del club. También en unos desembolsos económicos desproporcionados y en exceso alegres. En un entrenador sin criterio (o con unos cuantos). En un director técnico inexperto y quizás temerario. En una plantilla demasiado curtida o demasiado bisoña y, en definitiva, sin auténtica calidad para responder a los retos presentes y a las urgencias sobrevenidas. En un clima enrarecido en el vestuario. Y, en resumen, en un juego de tal pobreza que sólo invita al fatalismo derrotista.
Ancha es Castilla. El palentino Ramón Calderón, como Antonio Machado, soriano de adopción, ve «las blancas sombras en los claros días». Y su corazón, al igual que el del poeta, espera, «hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera».
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