Me refiero a José Ignacio de Juana Chaos, por supuesto. Este terrorista consumado que durante años encarnó a la perfección el personaje del asesino en serie ha demostrado una maestría fuera de lo común en el cambio de registros. De la colocación de bombas, el manejo de la metralleta y el tiro certero en la nuca, a la celebración literaria del dolor provocado por sus compinches -«vuestras lágrimas son nuestras sonrisas»-, la amenaza expresa (aunque no terrorista, según los doctos jueces del Supremo) a los funcionarios encargados de su custodia y, por último, el brillante colofón de su carrera artística: ése posado en calzoncillos, conteniendo la respiración para ocultar la barriga, en el contexto de una huelga de hambre de pura ficción, con sondas nasogástricas de atrezo y buenas lonchas de jamón para matar el gusanillo.

Sí, dentro de este culebrón tragicómico, en el que Otegi quiere seducirnos con la lengua bífida de los ofidios, Cándido Conde-Pumpido se mete en la camisa del traidor que se pasa al enemigo, el presidente del Gobierno va rodando sobre la marcha sin saber cómo acabará la historia y el pueblo español hace las veces de público y pagano del espectáculo, la palma se la lleva, sin lugar a dudas, De Juana Chaos. ¡Qué talento! ¡Qué capacidad para el engaño! Incluso ha conseguido que algunos incautos crean de verdad que se encuentra a las puertas de la muerte, decidido a quitarse la vida por ese procedimiento penoso, cuando tal idea no ha aflorado por su mente criminal, que ha urdido fríamente un plan destinado a chantajear al Estado de Derecho y arrancarle una libertad que ni merece ni debería recobrar nunca. ¡Qué estafa!

Hace unas semanas este presunto moribundo celebraba con su novia una excarcelación que ambos preveían inminente, probablemenbte porque saben cosas que los demás ignoramos. Se burlaban con estruendo de todos nosotros. Escupían sobre las tumbas de 25 inocentes que jamás volverán a sonreír mientras sus palmeros invocaban los «derechos humanos». ¿No se merece eso un Oscar?