La imagen tiene condición épica e ilustrará uno de los momentos más perdurables y emocionantes de la historia del cine. Tres individuos cercanos a la vejez y vestidos de smoking le entregan en el escenario de un teatro una estatuilla dorada que le acredita como Mejor Director del año a un hombre pequeñito, nervioso y de verborrea inquietante. Los anfitriones se llaman Francis Ford Coppola, Steven Spielberg y George Lucas y su galardonado, Martin Scorsese. Entre estos cuatro hombres y otro llamado Clint Eastwoood, que está sentado en el patio de butacas y a la expectativa de que su insólito y muy humano retrato de los soldados japoneses de Iwo Jima sea merecedor de la gloria oficial, son responsables de la creación del mejor cine norteamericano (simplificando: del mejor cine que existe) en los últimos 35 años.
Y te preguntas con pasmo e irritación cómo es posible que la gran familia de Hollywood, tan retorcida, frívola, ciega o envidiosa ella, no haya reconocido hasta ahora que el inmenso talento visual, la imaginación, el nervio y la inconfundible personalidad de Scorsese eran merecedoras de todos los Oscar desde que empezó a contar historias con una cámara, desde que marcó las señas de identidad de un universo hipnótico, violento, complejo, angustiado, personal hasta la extenuación.
Le negaron la gloria oficial a los neuróticos habitantes de las malas calles, al inquietante y volcánico taxista enloquecido por la soledad, a la cantante y el saxofonista que no podían estar ni contigo ni sin ti, al autodestructivo y patético toro salvaje, a los que destrozaron su vida en la edad de la inocencia, a los que se despedían de lo que habían sido con su último vals, a cualquier profesional del crimen que fuera uno de los nuestros, al demonio instalado en el cabo del miedo, a los que la noche más plácida se les transforma en una pesadilla, a los gángsters que dirigían rutilantes casinos, al que a través de la biografía y el significado de Dylan contó inmejorablemente alguna década prodigiosa en la Historia de Estados Unidos.
Han intentado remediar su imperdonable olvido otorgándole la corona a Scorsese por Infiltrados, remake de un exotismo oriental, película que a mí me resulta tan liosa como fría, apoteosis de los molestos excesos de Nicholson cuando le permiten ir a su aire, violento juego de imposturas en el que sus retorcidos personajes no me inspiran ni piedad ni miedo, con uno de los desenlaces más forzados y verbeneros de los últimos tiempos, una ficción y un horror con el que me resulta imposible conmoverme o implicarme. Qué paradógico alegrarme tanto de que le hayan concedido al fin el reconocimiento oficial a un director genial por una de las películas que menos me interesan en su maravillosa obra.
Y la extraordinaria, sensible hasta el dolor, compleja e imprevisible Babel se ha quedado injustamente a dos velas. Y tampoco se han atrevido a premiar abrumadoramente a Pequeña Miss Sunshine, una joyita tan divertida como amarga sobre la pírrica victoria existencial que alguna vez pueden alcanzar los perdedores, protagonizada por una excéntrica familia de la que es imposible no enamorarte. Sólo han reconocido la originalidad, la gracia y la fuerza del espléndido guión de Michael Arndt y el trabajo del siempre modélico Alan Arkin dando vida, comprensión y transgresión a ese abuelo irreverente, deslenguado y yonqui. Pregunto: ¿Existe algún espectador o espectadora de Pequeña Miss Sunshine que no desee llevarse a casa y proteger eternamente a esa niña que protagoniza el striptease más corrosivo, gracioso y liberador de la historia del cine?
Es imposible hacerlo mejor que Helen Mirren y Forest Whitaker encarnando con asombrosa verosimilitud física y síquica a personajes tan agradecibles dramáticamente como la antipática y etérea reina Isabel II de Inglaterra y al temible zumbao Idi Amín Dadá, pero te mosquea que las mayores posibilidades de ganar un Oscar de interpretación estén siempre inevitablemente centradas en personajes históricos, o disminuidos, o adictos, o tarados. Cary Grant, que tal vez sea el mejor actor que ha existido, seguiría teniéndolo crudo para que los tipos que representaba estuvieran permanentemente nominados al Oscar.
Nada que objetar al Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa a la escalofriante La vida de los otros, retrato de la intolerable asfixia que puede ejercer un Estado dictatorial (los democráticos disfrazan bastante mejor ese acorralamiento) sobre sus comprensiblemente acojonados ciudadanos. Lo ingratamente sorprendente es que el autor de la película haya citado en su discurso como modelo vital a Schwarzenegger, tan amante el forzudo austriaco en las ficciones y en la política de imponer la pena de muerte. La excelente El laberinto del fauno sólo ha pillado sabrosas migajas. Una pena para los productores españoles que berrean todo el día por la excepción cultural. Hubieran nacionalizado al instante a su mexicano autor.