Por la tele, todo parece perfecto. Impoluto, casi etéreo. Incluso mágico. Pero en las trincheras -léase alfombra roja-, la verdad es bien diferente. Para conseguir esa foto inmortal, alzarse con el protagonismo en los blogs y el papel cuché hay que pelear, y mucho. Que se lo pregunten a las señoras.
Ellos, que en el cine tradicionalmente son los que se cargan el fusil al hombro, en el paseíllo que les lleva al Kodak Theatre no tienen más que desfilar. ¿Su munición? Pantalones y chaqueta a medida -ya sea maxi, de Forest Whitaker; mini, de Gael García Bernal, o regular, de Robert Downey Jr.-. Con eso les basta. Eso sí, de negro. Si no, corren el peligro de ser dianas móviles. Y los francotiradores, en los Oscar, son muy certeros. Por eso se lo curran las damas. Este año, cargadas con uniformes sin tirantes, de colores vivos y metálicos y -algunas- parapetadas detrás de joyas incrustadas como Jennifer Lopez y Rachel Weisz.
Otras, con armas de más calibre que no significa necesariamente más poder y por consiguiente, más atención. Si no que se lo pregunten a Jennifer Hudson, nominada a la mejor actriz de reparto, que llegó con la chaqueta metálica puesta del ejército extraterrestre de salvación. O la misma Nicole Kidman, inseparable de su amiga Naomi Watts durante el asalto al Kodak Theatre. Intentó abrirse paso -con su piel de leche descremada- entre un bombardeo de flashes, con un modelo rojo de Balenciaga con cuello halter -hombros al descubierto y nuca tapada- y un enorme lazo de regalo que las malas lenguas dicen fue inspirado en el modelito de Charlize Theron el año pasado.
El color de la Kidman fue un acierto cromático ante tanto trapo de color sutil, cuyas madrinas fueron Gwyneth Paltrow -cortina de pelo incluida- o la misma Helen Mirren, quien antes de quitarle el Oscar a Penélope Cruz lució los galones, cual general veterano, gracias a un Christian Lacroix de camuflaje. Escondiendo, de forma discreta y con elegancia, el paso -lento, eso sí- de los espléndidos 61 inviernos de la Mirren.
Lo que no escondió fueron sus orígenes. Quizás inspirada por las imágenes de la película de Clint Eastwood sobre la conquista de Iwo Jima, la actriz -dama del imperio británico- blandió orgullosa la Union Jack. Por alguna razón estos Oscar eran los más internacionales.
Otra veterana, la loada Meryl Streep, levantó las alarmas. Su conjunto de abrigo y falda negros parecían sacados de un vetusto búnker aliado que completó con una ristra de ajos, perdón, joyas, multicolor. Más que uniforme, su indumentaria parecía un conjunto guerrillero.
Y en la batalla de la alfombra roja, las escaramuzas menores -es decir, sin ejército de renombre- son casi siempre perdedoras. Pero resultó que la mujer tenía un as en la manga, además de un sentido del humor escondido que desplegó al darle con el bolso a su hija, que la acompañaba, cuando ésta dijo que su madre «era igual que el personaje por el que estaba nominado», esa bruja adicta a la dictadura de la moda de El diablo viste de Prada.
El as, que a eso íbamos. Pues resulta que Streep vestía Prada, y un modelo que, dijo, era una crítica a su personaje. Menuda es Streep, pero no es la única. Otros menudos -literales- fueron Abigail Breslin y el hijo de Will Smith, pareja forzada que compitió en encanto con el desplegado por Ellen DeGeneres, presentadora de la ceremonia que llegó acompañada de su novia, Portia de Rossi. Al final, no corrió la sangre. Pero el rojo, como siempre, dejó víctimas. Este año, afortunadamente, las menos.