Martes, 27 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6281.
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OSCAR 2007 / La primera actriz española nominada
Carta a Penélope (con copia a Pedro Almodóvar)
EDUARDO MENDICUTTI

Querida Penélope:

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Yo creo que fue Pedro. Al oír a Ellen DeGeneres, la presentadora de la entrega de los Oscar, enmendar el desliz que tuvo en su travieso prefacio -cuando no dijo, pero dio a entender que tú eres mexicana- y aclarar que eres española, «como todo el mundo sabe», yo me dije: seguro que ha sido Pedro. Me imaginé a Pedro delante del televisor, sufriendo una especie de descarga eléctrica al escuchar de labios de Ellen el risueño infundio sobre tu supuesta mexicanidad, y poniendo inmediatamente en marcha toda su maquinaria de seducción y todo su poder de convocatoria, todos sus contactos, el cuerpo diplomático al completo, la CIA, los tronos y las potestades y todos los ángeles y arcángeles manchegos para hacerle llegar a la cómica del traje-pantalón de color burdeos que aquello no podía ser, que tenía que dejar ¡ya! las cosas en claro.

Y no porque tenga nada de malo ser mexicana, todo lo contrario. Pero tú eras, la madrugada del lunes, en la alfombra roja, en el patio de butacas del Teatro Kodak de Los Angeles, en el escenario, en todas las televisiones del mundo, la imagen viva y radiante de España y no están las cosas como para andar regalando lujos así, por muy lindo y querido que México sea, que lo es.

Ya sé que habrá quien diga que seguro que todo fue mucho más corriente y moliente, que alguien le indicaría relajadamente a Ellen que tú eres española de la cabeza a los pies, y que ella, profesional de los pies a la cabeza, decidió enseguida corregir el malentendido, pero a mí no hay quien me saque de la mollera que fue Pedro el que tomó cartas en el asunto para que se colara en el guión de la ceremonia la pertinente fe de erratas. Él puede.

La verdad es que durante tu paseo por la alfombra roja, y tu posado ante los fotógrafos, no te vi. Debí de dar una cabezada, por lo intempestivo de la hora a este lado del Edén, y me perdí el acontecimiento. Por lo demás, allí había un barullo importante y no demasiado distinguido, con los dioses y diosas de la pantalla haciendo cola como concursantes de La casa de tu vida alineados para ser entrevistados; encogía un poco el corazón ver, por ejemplo, a Clint Eastwood sometido a lista de espera para atender a los chicos y chicas con micrófono en mano. Pero a ti no te vi hasta más tarde, ya sentada en tu butaca de primera fila, suntuosa y guapísima, como dibujada por el más exquisito de los ilustradores de Vanity Fair. Y ahora tengo que decirte una cosa: en ese momento me vinieron a la cabeza, vaya por Dios, las grandes divas mexicanas del Hollywood dorado, una Dolores del Río o una María Félix. Eras, actualizada y levemente aliviada de huesos y desgarros, su viva imagen.

No vislumbré, en cambio, en ese momento a las aguerridas italianas que os sirvieron a ti y a Pedro para componer el personaje de Raimunda. Así que, en el fondo, no me extraña que Ellen DeGeneres tuviera el lapsus que tuvo sobre tu nacionalidad. Aparte de que debió de quedarse traspuesta en cuanto te echó el ojo encima.

Yo ya había oído algo acerca tu vestido. La historia de la cremallera encasquillada, y que acabó rasgando el modelo de Galliano que habías elegido como primera opción, se me antojó sublime por terrenal y castiza. Alguien ha dicho después que ese percance es impropio de la alta costura, que las cremalleras y los modelos de postín son incompatibles, que otro debió de ser el percance. Pero a mí me gusta lo de la cremallera. Una cremallera en un vestido de Galliano es el equivalente a esas 19 candidaturas hispanas en esta edición de los Oscar. Y, ya en el terreno de las leyendas del show business, esa cremallera fue como un resfriado, como un traspiés, como un ataque de nervios, incluso como una cogorza: uno de esos imprevistos de salud o desarreglos temperamentales que hacen, de vez en cuando, que la sustituta salga a escena en lugar de la actriz protagonista y triunfe en toda regla.

En este caso, la sustituta era el vestido de Versase, y su triunfo ha sido memorable, si bien es verdad que no puede decirse que un Versace sea precisamente una Cenicienta. El exitazo, en cualquier caso, no puede discutirlo nadie: estabas espléndida.

Luego, nuestro Oscar se lo llevó la señora Mirren. Bueno, no es que la señora Mirren se colase contigo en la toilette y, en un descuido tuyo, te birlase la estatuilla, como una choriza cualquiera. Pero sí que ha tenido algo de azarosa cleptomanía el hecho de que tu Oscar, nuestro Oscar, lo haya ganado otra. Tú has sido la primera en repetir una y otra vez que ganar era poco menos que imposible, que estar entre las nominadas, en tan excelentísima compañía, ya era sobrado premio, pero todos confiábamos en que te equivocases. También Pedro, estoy seguro, confiaba -no lo confesará ni muerto- en equivocarse contigo. Menos mal que tu reacción al oír que el Oscar iba a manos de Helen Mirren, esa gran sonrisa de muchacha colmada y decidida y esa mirada satisfecha al respetable, nos demostró a todos que Volver, aunque suene a perogrullada, es sólo cuestión de tiempo.

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