Gonzalo se sube la cremallera del anorak, respira hondo y echa a correr. Conforme coge velocidad, va dejando atrás los recuerdos que le despiertan por las noches. Se olvida del Orfidal, del Nolotil y del Serosat. No siente los calambres ni se acuerda de las cicatrices. Pone la mente en blanco y aquella mañana en el vagón, tendido entre un horror indescriptible, es tan lejana ya que, cuando gira la cabeza, con miedo a encontrarse allí otra vez, aparece tan sólo el tranquilizador bisbeo de las ramas de los árboles. Ni rastro de las vías.
Como el protagonista del relato de Alan Sillitoe, aquel joven corredor de medio fondo que termina rebelándose contra los que le internaron en un reformatorio, Gonzalo Villamarín, atleta popular y capitán del Ejército, corre para escapar de su condición de víctima superviviente de la masacre de Atocha. Corre para evadirse del barullo informativo que estas semanas genera el juicio del 11-M. Corre para no tener que hablar.
Aquel día se dirigía, como siempre, a su trabajo en el Ministerio de Defensa. Llevaba una revista deportiva en la mano para leer en el trayecto. Quería llegar pronto, tener tiempo para poner en orden las cosas de la oficina. Apareció el tren, abarrotado de gente. Entró, se agarró a la barra y todo saltó por los aires. No sabe el tiempo que transcurrió. Tenía un dolor inmenso en los oídos. Nada se movía. El último hombre, el único superviviente: «Había un silencio... Lo único que oía era a mí mismo pidiendo ayuda. Me sentí la persona más sola del mundo».
El concepto del sonido ha cambiado para Gonzalo. Perdió totalmente la audición en el oído izquierdo y la mitad en el derecho. Le acompaña desde entonces un zumbido permanente en la cabeza. «Gracias al audífono, yo ahora oigo tu voz, pero me retumba por dentro». Tiene que estar pendiente de los labios de su interlocutor. La bomba le reventó un pulmón y le dejó varios daños en el sistema nervioso. Pero es la sordera lo que más le ha afectado, porque le hace perder el equilibrio. Cuando corre, llega el vértigo, el miedo a caerse, el miedo a no saber dónde poner las plantas de unos pies que han quedado insensibilizados.
Las buenas noticias son que Gonzalo -cerca de 100.000 kilómetros bajo la suela de sus zapatillas, 18 maratones, dos pruebas de 24 horas y decenas de carreras- ya no corre en solitario. «Siempre me acompaña algún amigo, y ninguno trata el tema del 11-M. En el mundo en el que me muevo no les importa que yo sea una víctima. Eso es para mí lo más importante».
¿Hablar o no hablar de aquello? «No es que quiera esconderme...», comienza, sentado en una terraza del parque madrileño de El Retiro, a pocos metros del Bosque de los Ausentes. Le cuesta seguir, se le humedecen los ojos. «Pero no hablo de eso con mi mujer y mis dos hijos». Se encoge de hombros: «No les quiero hacer sufrir».
Dentro de Gonzalo bulle una contradicción. Por un lado, este leonés de 49 años desearía salir de Madrid y marcharse a vivir a un lugar «donde no llegaran las noticias». Por otro, admite que tampoco puede apartarse del mundo «y tirar el televisor por la ventana». No ha renunciado a comprar los periódicos, se manifiesta de vez en cuando con las asociaciones de víctimas y ha accedido a conceder entrevistas, aunque le cueste. Algo le llevó la semana pasada a acudir al juicio. «Fui un poco por curiosidad, por ver cómo era aquello». Ayer repitió, acompañado de su mujer. Dice que no va a volver más.
«Se pasa mal. Por lo que he visto, los que están allí son simples individuos que tenían conocimientos de los atentados. Yo creo que los verdaderos inductores no están». Mueve la cabeza. «Ayer percibí un montón de contradicciones. No creo que se vaya a saber nunca la verdad».
«El juez Del Olmo lo ha hecho muy mal. Ni siquiera han investigado algo tan obvio como el tipo de explosivos que se utilizaron», añade.
Gonzalo da gracias todos los días por haber salido con vida del tren, pero recuerda con melancolía que antes era más alegre y bromista.
- ¿Antes también tartamudeabas al hablar?
- Pues no me acuerdo.
El 11-M le jubiló del Ejército y ahora pasa los días entre la Asociación de Clubes de Carreras de Orientación de Madrid y la Asociación de Amigos del Camino de Santiago, donde trabaja como voluntario. Entrena dos días a la semana. Lo que más le gusta es participar en carreras de orientación por el bosque. Reconoce que ha bajado el ritmo y que ha perdido capacidad pulmonar. El vértigo le juega malas pasadas. «Todavía me estoy acostumbrando a todo, no sé si mejoraré o empeoraré, pero yo sigo corriendo, por si acaso, no sé».