Martes, 27 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6281.
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Orejas de burro, burros que vuelan
David Torres

Hace unos días Sánchez Dragó tuvo la ocurrencia de decir que los madrileños somos la gente más sucia del planeta Tierra y al día siguiente tuvo que purgar su pecado colocándose unas orejas de burro. Dragó se pasó: no somos los más guarros del mundo, sólo estamos los segundos o los terceros del ranking (depende de la encuesta). A la suciedad de las calles, hay que sumar la contaminación acústica, terreno donde los madrileños somos unos verdaderos campeones. Será porque tenemos un alcalde melómano, pero lo cierto es que en Madrid el ruido es la única ley: obras de día y obras de noche, sirenas de ambulancia a toda hostia, vecinos medio sordos que oyen la televisión desde Albacete, pinchadiscos frustrados que se entrenan en casa, etc. Decía un personaje de una película de Tarantino que se iba a venir a Madrid porque aquí se cena a las doce de la noche. El personaje era el típico imbécil borderline que se pasea por las películas de Tarantino entre manchas de sangre y cerebros desparramados, deseoso de gastarse su pasta recién robada en una ciudad a la altura de sus sueños.

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Seguramente Dragó se puso las orejas de burro para lanzar un mensaje subliminal a la audiencia. Es una cuestión de orejas, sí, y de borricos, porque en una amplia zona de la Comunidad de Madrid, aparte de la banda sonora habitual de bisbales y hormigoneras, ahora hay que unir la pesadilla aérea. Un cambio de ruta propiciado por AENA (y por ciertos preclaros intereses inmobiliarios) ha obligado a habilitar una nueva zona de despegue sobre un corredor que incluye, entre otras, las poblaciones de Colmenar Viejo, Tres Cantos y Ciudalcampo. A las cinco de la mañana pasa un avión despertador rumbo al Atlántico y de ahí en adelante no duerme ni San Pedro.

Orejas y borricos aparte, la cosa tiene bemoles hasta tal punto que uno se pregunta si AENA estará asesorada por Mortadelo y Fomento por Filemón. Porque los aviones sobrevuelan a baja cota una zepa, es decir, una zona de especial protección de aves, uno de los poquísimos reductos peninsulares donde todavía anidan buitres, cigüeñas negras y la joya de la corona de las rapaces hispánicas: el águila imperial, un ave formidable a punto de extinguirse. El choque con uno de estos bicharracos (un buitre negro puede llegar a pesar 15 kilos y tiene una envergadura de dos metros) puede provocar una catástrofe. De hecho, ya ha habido tres casos certificados de despegues abortados, en los que el avión tiene que soltar carburante a toda mecha y regresar a la base. Para colmo, los nuevos aviones que escabechan águilas están siendo bautizados con el nombre de sus víctimas. Ya hay un Aguila Imperial y un Buitre Leonado de metal y goma. Será, por si se extinguen, para que el nombre no se pierda. Y cuando se les acaben las aves, les pondrán nombres de vecinos. Ni Mortadelo, tú.

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