Iberoamérica se desliza acusadamente hacia una izquierda populista. Chávez, en Venezuela; Lula da Silva, en Brasil; Evo Morales, en Bolivia; Rafael Correa, en Ecuador; Daniel Ortega, en Nicaragua; Tabaré Vázquez, en Uruguay; Néstor Kirchner, en Argentina, y en cierta manera Michelle Bachelet, en Chile, representan una tendencia iberoamericana tan cierta como alarmante, puesto que Perú y México podrían haber figurado también en la relación de la izquierda populista triunfante.
Estados Unidos asiste atónito a lo que el secretario de Defensa ha calificado como «catástrofe latinoamericana». Si no llega a ser porque en Brasil las fuerzas económicas tradicionales han embridado a Lula y porque en México, a trancas y barrancas, se ha impuesto Calderón, hablaríamos hoy de abierta crisis de todo el mundo iberoamericano, dependiente hasta ahora, salvo la excepción cubana, del imperio de Washington.
Como ya no se puede echar la culpa a la infiltración soviética de la Rusia comunista, habrá que concluir que Estados Unidos no ha entendido nada ni ha aprendido nada de aquellos años inciertos de la Guerra Fría, como tampoco se enteró en su día de los errores en Vietnam, reproducidos estúpidamente en Iraq.
A México le salvó de la quema la campana, pero podría presentarse como el botón de muestra de lo que ha venido ocurriendo en los últimos años en Iberoamérica. Derrotadas las dictaduras, establecidas las democracias pluralistas, se impuso el egoísmo de las clases dominantes sobre el objetivo primordial de la justa distribución de la riqueza nacional. En México se enriquece todos los días una poderosísima plutocracia, languidece una clase media en miniatura y se extiende un proletariado cada vez más miserable. La revolución, antes o después, si no se ataja el problema de fondo, está servida. Los sectores dirigentes conservadores de Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Uruguay, Argentina, Brasil o México se han educado en Estados Unidos y no han sido capaces de renunciar a una parte de su riqueza para hacer menos miserable la vida de los más. Cada vez resulta más difícil burlar el juego de las democracias establecidas, lo que significa que el resultado de las elecciones libres podía predecirse.
Estados Unidos debió exigir de los partidos conservadores o de centroderecha a los que ha apoyado, que hicieran una reestructuración económica con la vista puesta en los sectores desfavorecidos. No ha sido así. A través de una globalización económica mal entendida, las empresas norteamericanas han exprimido la riqueza nacional de cada país iberoamericano, provocando en última instancia el populismo, que se extiende ya de forma imparable. Hace setenta u ochenta años, la solución a los amagos de revolución interna en las naciones de Iberoamérica consistía en amparar un golpe militar y establecer dictaduras proamericanas. Eso es hoy imposible en el marco de una sociedad internacional cada vez mejor informada.
Por fortuna, la situación social española nada tiene que ver con la peruana o la mexicana. A Zapatero tal vez le hubiera gustado hacer lo mismo que a su admirado Evo o a su reverenciado Chávez. Europa no se lo habría permitido. Aquí no se hubieran podido nacionalizar los bienes de producción o la banca ni directa ni indirectamente. Lo que conviene a una política exterior española razonable es contribuir a la distribución de la riqueza en la naciones iberoamericanas antes de que deriven en dictaduras castristas, que dejarán deshuesados a los queridos países hermanos y que se prolongarán de forma impredecible.
Luis María Anson es miembro de la Real Academia Española