DAVID JIMÉNEZ
Quienes ahora dicen aquello de «ya lo avisamos» ante el deterioro de la situación en Afganistán dan por hecho que la creciente inestabilidad del país era inevitable. Olvidan que, al contrario que en Irak, los afganos sí recibieron a las tropas extranjeras como liberadoras, que durante meses no sólo no pidieron su retirada sino que imploraron por un mayor despliegue y que esperaron pacientemente durante los primeros años de ocupación a que las promesas de mejorar carreteras, seguridad y hospitales se cumplieran.
No lo hicieron.
Toda la confianza que los afganos pusieron en la misión internacional ha ido desvaneciéndose ante la dejadez de EEUU, concentrado en salvar los muebles en Irak, y la timidez de una coalición internacional que tardó tres años en dejar de centrarse exclusivamente en la seguridad de Kabul antes de adentrarse en las zonas de mayoría pastún donde la influencia talibán ha sido tradicionalmente mayor. Cuando finalmente se tomó la decisión política de expandir la fuerza internacional más allá de la capital, era demasiado tarde. Los estudiantes islámicos de Kandahar habían regresado, reorganizando la resistencia e infiltrando la vida social de aldeas y ciudades donde su dictadura fundamentalista se vuelve a sentir estos días.
Los intentos de la coalición de recuperar la iniciativa por la vía militar sólo han empeorado la situación: los bombardeos aéreos apenas dañan la insurgencia pero causan numerosas bajas civiles que merman aún más el apoyo de una población hastiada de guerra (un afgano menor de 30 años no ha conocido un día de paz).
Es difícil encontrar a alguien en Afganistán que simpatice sinceramente con el movimiento talibán. La mayoría de los afganos no ha olvidado sus cinco años de represión, el cierre de escuelas para niñas o el fundamentalismo medieval que lo prohibió todo, desde el vuelo de cometas a la televisión. El problema es que Occidente -con su ineptitud- y el Gobierno de Hamid Karzai -con su debilidad- no han creado una alternativa creíble al Príncipe de los Creyentes y sus hombres. El tercer gran culpable de la situación, el presidente paquistaní Pervez Musharraf, que no ha querido o no ha podido frenar la incursión de milicianos en territorio afgano, definía la situación con acierto meses atrás al asegurar que EEUU y sus aliados han logrado pasar de liberadores a invasores en un tiempo récord. Cuando las nieves se derritan en abril y los pasos de las montañas afganas queden libres, los talibán iniciarán una nueva ofensiva en un terreno que conocen mucho mejor que el enemigo, en un país que los más formidables imperios no han logrado domar y con una población cada vez menos dispuesta a soportar la presencia de tropas extranjeras.
La capacidad de frenar el asalto al poder de los talibán no depende sólo de un aumento de tropas de la OTAN -la alianza tiene un tercio de los soldados destinados en Irak, a pesar de cubrir un territorio y una población mayores- sino de lo que los generales británicos describen como «la batalla por ganarse el corazón de los afganos». Las consecuencias de seguir perdiendo la confianza de la población enfrentan a la coalición, incluidos los soldados españoles destinados en el oeste, ante la posibilidad de verse atrapada en un Irakganistán, una mezcla entre el terrorismo de las milicias iraquíes y la resistencia nacionalista de los muyahidin afganos. Llegado ese punto, la guerra estaría perdida.
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