CARMEN RIGALT
En el sexo cada vez hay más signos de identidad. Para mí que en lugar de ir hacia adelante, vamos hacia atrás (y tampoco, porque atrás hemos dejado a los que le sacaron más partido a la cosa: los griegos y los romanos). Los signos de identidad se ven en la pluma, o sea, en el estilo. Andamos sobrados de pluma y estilo, de uniforme y género. Los heterosexuales cultivan la estética de los extremos. Fijémonos en los viejos sex symbol del cine. Ellos derrochan testosterona. Ellas, chanel número 5. Ellos se suben a la Harley-Davidson. Ellas se bajan el escote. Ellos castigan con la mirada. Ellas seducen con los labios.
En la educación sentimental y sexual de los españoles intervino tanto el nacionalcatolicismo como el cine americano. Cuando fui convidada a la vida (el eufemismo no es mío, sino de Zapatero), me enamoré como una pánfila de Marlon Brando, un magnífico cabronazo que usaba mujeres de quita y pon, generalmente indígenas. Yo hubiera sido capaz de ponerme una falda envuelta y una cesta de tamales en la cabeza con tal de ser obsequiada por la poderosa masculinidad del actor. Ése fue mi sueño durante la adolescencia. Pero dado que el tío ya gastaba entonces gran tonelaje corporal, cualquier revolcón habría sido un deporte de riesgo.
Aún no me había apeado del sueño cuando llegaron los 70. La revolución trajo el igualitarismo, y el igualitarismo, la ambigüedad. Sexo para todos y con todos. Teóricamente, la gente ambigua era la más atractiva, pero no se comía un rosco. La moda unisex, aunque estaba respaldada intelectualmente, funcionó a medio gas. En ésas llegó la eclosión homosexual y volvimos al territorio de la evidencia.
Unos ejemplares nuevos se imponen poco a poco a homos y heteros. Parecen animales mitológicos y están emparentados con las artes escénicas. Hablo de los centauros urbanos. De cintura para arriba son carne. De cintura para abajo, pescado. El primer centauro que descubrí fue en un local nocturno. Un hombre corpulento, de espaldas bien vestidas, se dio la vuelta y ante mí apareció una criatura bella y enigmática, un galán con los ojos pintados, como Liz Taylor en Cleopatra. Todavía no me he recuperado de la impresión. Ahora, el centauro que está de moda es Falete, un hijo de la copla con maneras de madre. También él me fascina. En realidad, me fascinan todos los centauros porque no restan: suman.
Aunque a veces parezca lo contrario, yo no he llegado tarde al reparto de géneros. La que ha llegado tarde es la gramática.
|