PEDRO G. CUARTANGO
Resulta difícil seguir el hilo del juicio del 11-M por la complejidad de una trama en la que aparecen varios centenares de nombres, la mayoría de ellos árabes. Pero si uno no se deja llevar por el desaliento, queda recompensado por la apasionante inmersión en el mundo islámico que este proceso ofrece.
Hemos aprendido mucho estos días sobre la ingeniería financiera de los musulmanes que se sientan en el banquillo para ahorrarse unos euros a la hora de utilizar el teléfono móvil. También nos hemos instruido sobre sus hábitos alimentarios y su forma de preparar la carne. 'El Egipcio' nos ilustró sobre la imposibilidad de casarse con otra mujer si se debe dinero a la primera. Morabit nos explicó cómo se podía conseguir una habitación con sólo 100 euros en el bolsillo. Almallah nos contó su afición a ir de putas a Tánger y coleccionar vídeos porno. Bouchar nos confesó que su sueño era ganar la medalla de oro en los Juegos de Pekín. Belhadj elogió las posibilidades de España como país de inmigración. Saed el Harrak nos relató las penalidades de un encofrador en Toledo. El Fadoual nos dio un curso de trapicheo de coches. Mohamed Larbi nos transmitió su angustia ante la chuleta de cerdo con la que fue torturado por la Policía. Y Ghalyoun nos entretuvo con sus excusiones dominicales al río Alberche. Todo muy instructivo.
Al escuchar todas estas confidencias, he empezado a tomar conciencia de lo diferentes que somos moros y cristianos. Vivimos muy cercanos, casi nos tocamos, pero somos totalmente distintos.
A ellos les gusta rezar en las mezquitas, ser enterrados bajo un sudario, intercambiarse el móvil, comer cordero y juntarse a mogollón en las fiestas. Nosotros somos descreídos, amantes del vino y del jamón y nos encontramos mejor solos que mal acompañados.
El juicio del 11-M está resultando todo un curso de antropología cultural sobre ese mundo musulmán que coexiste dentro de nuestro mundo cristiano y occidental.
El testimonio de los procesados pone en evidencia no sólo que no hay integración alguna de los musulmanes en España sino además que es prácticamente imposible que la haya. Ni ellos quieren ni pueden porque existe un abismo cultural infranqueable, ni tampoco nosotros hacemos nada para superar esa fractura.
Hay en estos momentos en nuestro país cerca de un millón de inmigrantes musulmanes, la mayoría de Marruecos. Son la constatación del triunfo del llamado «multiculturalismo», que consiste en convivir sin mezclarse, fingiendo que el otro no existe. Protestantes y católicos se han comportado así durante cuatro siglos en Irlanda, por lo que no deberíamos extrañarnos demasiado.
Cuando veo a los musulmanes en este juicio, tengo la misma sensación de perplejidad que cuando Lévi Strauss describía las costumbres y las estructuras de parentesco de las tribus amazónicas. Me pregunto si los «indígenas» son ellos o somos nosotros. Todo es cuestión de punto de vista, diría el viejo antropólogo francés, pero yo sigo sin entenderles.
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