A Charlie los médicos le dijeron en 1999, cuando le dio el doble infarto cerebral: «Te quedan dos meses de vida». Pero Charlie acababa de casarse con Puri, y ya habían pagado la entrada para la casa, y no era plan morirse. Menudo es él para que le lleven la contraria. Más adelante, a Charlie le dijeron: «No vas a poder moverte». Él pensaba: «Pues vale». «Charlie, que no vas a poder hablar». Y él, erre que erre, se inventó un lenguaje para comunicarse con parpadeos.
El síndrome del cautiverio, una enfermedad que sólo tienen unas 20 personas en España, encerró la obstinada mente de José Carlos Carballo en un cuerpo que no puede hablar, ni masticar, ni moverse, que se alimenta con sonda y respira por traqueotomía. Pero, a diferencia de las tetraplejias que proceden de lesiones de médula, nota el dolor y las caricias.
Además, como Charlie por dentro sigue siendo el mismo, puestos a sufrir síndromes, qué mejor que uno propio, el síndrome de Charlie, un impulso vital que ha llevado a este vallisoletano de 41 años a escribir dos libros, a remojar los pies en el mar de Almería, a acudir a todos los partidos del Balonmano Valladolid, a lograr que la Justicia le devuelva su capacidad jurídica y su derecho a voto, a ser protagonista de un documental y a convertirse en gurú de una comunidad cibernauta. Y a reírse de todo, fundamentalmente.
Conocemos a Charlie en la cafetería de la residencia de ancianos de Zaratán (Valladolid), en la que ha decidido vivir para dejarle a su mujer «más tiempo libre». Los internos miran con envidia cómo disfruta de un chupito de licor de café que Puri le va administrando en la boca con una jeringuilla. «Cuando vienen los amigos sacamos la botella de whisky y nos pillamos unas que no veas...».
Puri va traduciendo a toda velocidad. El lenguaje que han ideado consiste en deletrear un alfabeto dividido en cuatro filas. Puri recita primero las filas y luego las letras que hay en cada fila. Charlie cierra los ojos para indicarle a Puri que ha llegado a la fila o a la letra escogida. «¿Qué dices, Charlie? Primera, segunda... ¿Segunda? Hache, i, jota, ka, ele... ¿Ele? Primera... ¿Primera?, A, be, ce, de, e.. ¿E? Primera, segunda, tercera... ¿Tercera? Eñe, o.. ¿O? L-E-O». Letra a letra, sílaba a sílaba, palabra a palabra, los deseos de Charlie van saliendo por sus ojos. El proceso es lento.
Hace ocho años, lo único que Charlie podía controlar eran sus párpados. Pero se enteró de que había un programa de ordenador que permitía escribir con un solo dedo. Se llenó de paciencia. No hay nada que pare a Charlie. Hoy ya mueve el índice de la mano derecha y algunos músculos del cuello, la cara y los pies. Con un ratón sin bola que mantiene fijo el puntero, Charlie selecciona las letras en la pantalla. De esta forma escribió El síndrome del cautiverio en zapatillas, un libro que se lee hasta en Japón, y Verbos, que presenta mañana en Valladolid.
Mañana, además, se estrena el documental sobre él que ha dirigido el periodista Miguel G. Molina, y el Ejército del Aire va a hacer realidad el sueño de su vida: volar en un avión militar. Así que Charlie está muy atareado esta semana. En su correo electrónico se acumulan los mensajes.
«Me he convertido sin pretenderlo en un referente. Cuando sufrí el infarto cerebral no había nada de información. Ahora muchos me escriben a través de internet». Lo que más le gusta en el mundo es «sentirse útil». Por eso está creando la Asociación de Amigos del Síndrome del Cautiverio.
Charlie insiste en que él ha decidido que quiere vivir, pero que ésa es «simplemente» su elección. «Estoy a favor de la legalización de la eutanasia. No por existir el divorcio se van a romper todos los matrimonios existentes».
No le gusta que le retraten como la antítesis del también vallisoletano Jorge León, a quien conoció antes de su muerte. «Me pareció un tío bastante coherente. Simplemente decidió qué hacer con su vida», recuerda. «En una época en que yo estaba más bajo de moral quise darme un golpe tremendo contra el suelo, pero, más que en la eutanasia, pensaba en quedarme tonto para no tener pensamiento racional».
«Pero si eres muy tonto ya...», le dice con un guiño su mujer. El éxito del síndrome de Charlie radica, sobre todo, en una Puri de chispa contagiosa que todas las tardes le revoluciona la existencia con mil planes y preguntas. Se conocen desde adolescentes. «Al principio éramos amigos, no sé muy bien cuándo empezamos a salir. En realidad, yo no imaginaba que iba a acabar con él», empieza ella. «Yo tampoco, pero mira cómo he caído rendido para siempre a tus pies», responde él, partiéndose de risa. «Una gilipollez más, Charlie, y te tiro para siempre de la silla de ruedas». Siempre están así, no paran de vacilarse.