Jueves, 1 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6283.
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Una visita guiada a la cárcel de Guantánamo
El presidente del tribunal militar que juzga a los prisioneros reconoce no tener formación jurídica, pero 60 de ellos pueden ser inculpados por 'crímenes de guerra' y condenados a muerte
PHILIPPE GRANGEREAU. Libération / EL MUNDO

BASE DE GUANTANAMO.- «El procedimiento es ejecutado por enfermeros diplomados y tarda entre 15 y 45 minutos en ejecutarse», dice el médico jefe, un coronel del Ejército. «Primero, se ata al enemigo a una silla especial. Y, a continuación, se coge esto», explica, mostrando un tubito de plástico largo y de color amarillo, que tiene en la mano. El dispositivo se le mete al prisionero por la nariz poco a poco hasta que alcanza el intestino y, entonces, se introduce por el tubo puré a presión. «No sabe a nada, pero se puede perfumar con vainilla», dice el coronel. Uno de ellos, está en huelga de hambre «exactamente desde hace 525 días», aclara al grupo de tres periodistas admitidos en el hospital del campo de internamiento.

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Los tres detenidos que se suicidaron el 9 de junio y el número desconocido de los que intentaron quitarse la vida «no son realmente personas desesperadas. En realidad, lo que hacen es poner en práctica una técnica de propaganda, una táctica de guerra asimétrica», sostiene el militar. Esta guerrilla solapada que estarían realizando sin descanso los prisioneros, a pesar de estar sometidos a medidas de seguridad draconianas, se traduciría también en bombardeos de «fluidos corporales» contra los guardias. «Saliva, materias fecales, esperma, orina, sangre procedente de hemorroides y, a veces vómitos», detalla un teniente.

Un bombardeo intenso, según las autoridades militares, que han contabilizado escrupulosamente 432 «lanzamientos de fluidos corporales» entre el mes de julio de 2005 y el mes de agosto de 2006. Pero dos guardias, que llevan aquí seis meses, dicen que personalmente nunca fueron víctimas de estos lanzamientos. En cambio, aseguran estar «estresados» por trabajar 13 horas diarias.

El alucinante viaje al campo de prisioneros más célebre del mundo comenzó unos días antes, con la recepción de un salvoconducto por e-mail, procedente de los mandos militares de la base de Guantánamo. La misiva oficial, que coronaba una larga y complicada gestión iniciada dos meses antes, termina con un post-scriptum con una cita de la Biblia: «Conseguiré la gracia, porque extraigo mi fuerza de las debilidades que me reprochan...». Dos compañías aéreas privadas vuelan a Guantánamo Bay desde Fort Lauderdale en Florida. Air Sunshisne nos transporta en un bimotor de ocho plazas. Tres horas y media de vuelo, un rodeo alrededor de las costas cubanas y el aterrizaje. Un militar, que nos está esperando, nos acoge con un «¡Bienvenidos a Guantánamo!», antes de hacernos subir a un ferry que hace el trayecto entre las dos puntas de la bahía. «Es un sitio ideal para criar a los hijos», dice un sargento, mientras instala al trío de periodistas en una casa situada al lado de una escuela primaria. Una guardería y un minigolf están a un tiro de piedra de nuestra pequeña calle tranquila, que evoca un barrio rico de Miami. En esta bahía, con unas dimensiones iguales a las de París, viven 8.000 militares y civiles, completamente aislados del resto de Cuba. Muchos se trajeron sus coches, sus Harley-Davidson y, a veces, sus barcos de recreo. Hay un centro comercial que vende recuerdos, sombrillas para la playa y cartas postales. También hay dos cines y un puñado de restaurantes. Entre ellos un McDonald's, que sirve Happy Meals. Aquí vienen a actuar diversos cantantes en conciertos y en los carteles se anuncian cursos de baile country.

Guantánamo es otro planeta. Un mundo esquizofrénico creado por George W. Bush. Aquí están encarcelados en la actualidad unos 395 prisioneros, entre ellos el número 3 de Al Qaeda, Jaled Sheik Mohammed, que fue traído aquí en septiembre procedente de un lugar secreto. Otros detenidos están muy lejos de ser terroristas, pero fueron entregados al Ejército americano, que ofrecía primas en dólares a los señores de la guerra de Afganistán y Pakistán.

De los 775 prisioneros que pasaron por Guantánamo, 377 terminaron por ser entregados a las autoridades de sus países correspondientes. A pesar de las advertencias del Pentágono, que les sigue considerando «enemigos», la mayoría fueron liberados. En Reino Unido, sólo 18 horas después de ser recibidos. Otras 85 personas «transferibles» están aguardando que algún país quiera acogerlas.

Ninguno de los «enemigos» de Guantánamo ha sido inculpado ni juzgado. Muchos de los que vegetan en este agujero negro jurídico están encarcelados aquí desde el mes de enero de 2002, fecha de la creación del campo X-Ray, un lugar que, hoy, está abandonado. La vegetación ha invadido las jaulas y las casetas de guardia, ha recubierto las alambradas y ha derribado las barracas de madera que servían para los interrogatorios. La evolución de las condiciones carcelarias sigue la numeración de los campos sucesivamente edificados. De las jaulas de los campos 1,2 y 3, hasta el campo número 6, una cárcel moderna de alta seguridad, cuya construcción, terminada en 2005, costó 37 millones de dólares (28 millones de euros). Nos hacen visitar una de las celdas dedicada a presos minusválidos. Mide unos tres metros por cuatro, con un lavabo de acero colocado casi a ras de suelo. Encima del lavabo, el dentífrico marca Alta Seguridad y el indispensable Corán. El uniforme naranja es reservado a los presos «desobedientes». Los demás van vestidos con uniformes que varían de color según su grado de sumisión. El blanco está reservado para los más dóciles. Los insumisos están aislados, sin alfombras para rezar, sin rosarios, sin ropa interior y sin libros. Con las cabezas rapadas y con sus barbas afeitadas a la fuerza. «Les tratamos humanamente», dice un teniente, que compara las celdas con «pequeños apartamentos».

Los guardias llevan un chaleco destinado a parar las cuchilladas, guantes de látex, guardacuellos antiestrangulación y, a veces, máscaras quirúrgicas. En la estrecha sala de interrogatorios, por la que pasaron, a lo largo de estos cinco años, los investigadores del Ejército, de la CIA y del FBI, nos enseñan un sofá reclinable y con reposapiés, destinado al preso al que hay que convencer para que se siente. El cuchitril está amueblado con una alfombra persa. «Pueden fumar, beber y comer sandwiches», asegura un militar.

Nuestros acompañantes perpetuos, que censuran todas las noches nuestras fotos del día, muestran especial interés en enseñarnos las cocinas y los menús de los prisioneros: legumbres frescas, helado una vez por semana, pastel de chocolate y Pepsi los lunes por la noche... Pero los prisioneros son inaccesibles para los periodistas. «Desde la creación de Guantánamo, nadie ha sido castigado por haber cometido abusos con los detenidos, sencillamente porque nunca hubo tortura o tratamientos inhumanos, tal y como han constatado diversas investigaciones oficiales», anuncia, sin apenas respirar, el comandante de las operaciones, el contralmirante Harry Harris.

Según él, unos 300 prisioneros «no se pueden liberar», porque «están profundamente dedicados a su causa, son demasiado peligrosos o todavía conservan informaciones valiosas». Unos 60 de ellos podrían ser inculpados de «crímenes de guerra» y, quizás, condenados a muerte por «comisiones militares», una invención americana. Las estrictas reglas fijadas por el presidente Bush han sido flexibilizadas por el Congreso este otoño. Pero las confesiones obtenidas por «propia voluntad» o por «métodos coercitivos» siguen siendo admisibles. El coronel Haben, un capitán responsable de los CSRT (los tribunales que pasan revista cada año al estatus de los «enemigos prisioneros» para decidir si se les libera o no) reconoce abiertamente que no tiene la más mínima formación jurídica. «Sólo el 20% de los detenidos se molesta en asistir a las audiencias. Los demás creen que se trata de una impostura», deplora el coronel.

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