Durante 62 años Akira Makino no ha dicho ni una sola palabra de lo que hizo. Sin embargo, para aquellos que lo han conocido bien, tiene que ser obvio que ha sido un hombre con la conciencia torturada. ¿Por qué, si no, regresaba una y otra vez a aquella perdida localidad, infestada de mosquitos, del sur de Filipinas, donde tantas penalidades había sufrido durante la II Guerra Mundial? Entre otras cosas, ha erigido allí a su costa un monumento a los caídos en combate y ha llevado ropa a los niños pobres.
«A mi mujer no le gustaba que volviera una y otra vez a Filipinas y me decía que la guerra me había vuelto loco. Justo hasta antes de su muerte, hace tres años, no se lo había confesado. Pero pienso que con el tiempo había llegado a estar al tanto de todo» reconoció Makino, que vive solo en Hirakata, cerca de Osaka .
Sólo ya en el crepúsculo de su vida empezó a hablar del secreto con el que ha cargado durante más de 60 años. En 1944, cuando era ayudante sanitario en la Marina Imperial, fue destinado a la isla de Mindanao, en las Filipinas. Allí tomó parte en una de las acciones más crueles, pero también de las más tristemente célebres y menos divulgadas, de la estrategia bélica nipona: la disección médica de prisioneros de guerra vivos.
Durante los cuatro meses anteriores a la derrota de las fuerzas armadas japonesas, en marzo de 1945, Makino disecó a 10 prisioneros filipinos, entre ellos, dos muchachas adolescentes. Les amputó las extremidades y extrajo órganos y vísceras -como hígados, riñones, matrices y corazones que todavía latían- por la única razón de que así mejoraba sus conocimientos de anatomía.
«Resultaba muy formativo»
«Resultaba muy formativo e incluso hoy día, cuando tengo que ir al médico, se quedan impresionados de mis conocimientos del cuerpo humano. Ahora bien, si tengo que ser sincero, la razón por la que hice aquello fue por venganza contra toda aquella gente que estaba espiando para los estadounidenses. Por supuesto que ahora me producen horror todas las atrocidades que cometí y no consigo que se me borre de la cabeza todo aquello, pero si un mando te daba una orden, era una orden del emperador, y el emperador era Dios. No tenía alternativa; si desobedecía, me fusilaban», cuenta Makino.
Hay constancia de otros casos de vivisección de personas a cargo de médicos y, en concreto, los más famosos, desgraciadamente, a cargo de la Unidad 731, una sección del ejército imperial que operaba bajo el máximo secreto y que asesinó a miles de prisioneros chinos y rusos en Manchuria en nombre de la investigación científica. Sin embargo, el del señor Makino es el primer testimonio surgido de las Filipinas y también de la Armada, que siempre había estado considerada como el brazo menos cruel y menos fanático de las fuerzas armadas imperiales.
Con independencia de la brutalidad extraordinaria de esta historia de la guerra, Makino da la impresión de ser el japonés típico de su generación, un hombre muy cortés y de aspecto bienintencionado. «Nosotros éramos conscientes de que habíamos perdido la guerra. Nuestro estado psicológico estaba muy afectado. En aquellas circunstancias éramos capaces de hacer cualquier cosa», se justifica.
Cuando los norteamericanos desembarcaron allí, en marzo de 1945, los japoneses se dispersaron por el interior de la selva. El señor Makino pasó siete meses viviendo como un animal, en la más completa soledad. Cuando regresó a Japón, empezaron a corroerle los remordimientos. «Estaba cumpliendo órdenes, pero sé que hice algo horroroso».