Estados Unidos puede haber dado luz verde a Arabia Saudí para que organice una nueva Al Qaeda. Esta vez, el enemigo no son soldados soviéticos que ocupan Afganistán, sino los chiíes, la secta musulmana que controla el poder en Irán e Irak y cuenta con una importante representación en la población de Azerbaiyán -donde constituye la mayoría de la población-, Bahrein, Líbano y Turquía.
Ésa es la tesis que sostiene el veterano periodista y Premio Pulitzer Seymour Hersh en el último número de la revista The New Yorker. Según Hersh, Washington está decidido a contrarrestar por todos los medios posibles el aumento de la influencia iraní en Oriente Próximo. Una influencia que, paradójicamente, se ha disparado tras la desintegración de Irak, y que ha desatado una oleada de pánico entre los gobiernos suníes de la región.
El rey de Jordania, Abdulá II, ya ha expresado su temor al nacimiento de «una media luna chií», que se extienda desde Bahrein hasta Líbano. Y el pasado mes de diciembre Arabia Saudí ya advirtió de que, si EEUU se retira de Irak, ayudará activamente a las guerrillas suníes de ese país frente a los chiíes que, con ayuda de los kurdos, dominan el Gobierno de Bagdad.
Ese temor ha creado una extraña santa alianza. Por un lado, están gobiernos conservadores de la zona a quienes EEUU esperaba democratizar cuando invadió Irak, como Arabia Saudí. También está uno de los mayores aliados de EEUU en Oriente Medio: Jordania. Pero asimismo está presente Israel, que comparte con Arabia Saudí una tremenda preocupación por Irán. Tel Aviv ve a Teherán como una amenaza directa para su existencia, mientras que Riad es consciente de que el régimen de los ayatolás le disputa la supremacía en el Golfo Pérsico y, en cierta medida, en todo el mundo islámico.
Así que, para combatir esa situación, Arabia Saudí ha repetido la estrategia que lanzó después de que la URSS invadiera Afganistán en 1979: utilizar a los elementos más radicales del mundo islámico. Ahora, el objetivo son los chiíes, calificados por muchos radicales suníes como apóstatas. Y, al igual que entonces, Riad «está empezando a utilizar su principal recurso: el dinero».
La operación ha marcado la resurrección política de dos viejos conocidos de la era del escándalo Irán-Contra, a mediados de los 80. Por un lado, el subdirector del Consejo de Seguridad Nacional, Elliott Abrams. Por otro, el príncipe Bandar, que fue 22 años embajador saudí en Washington, donde se convirtió en uno de los personajes más influyentes de la capital de EEUU, con una red de relaciones que va desde la familia Bush hasta los lideres demócratas, pasando por el periodista estrella del Washington Post, Bob Woodward.
Ambos ya trabajaron conjuntamente en los 80, en el escándalo de la entrega ilegal de armas a la guerrilla anticomunista nicaragüense -la contra-. Bandar había sido marginado hace dos años cuando fue relevado al frente de la embajada por el príncipe Turki -un viejo amigo del mulá Omar, el líder de los talibán-, que dejó el cargo a finales de 2006. Según Hersh, la salida de Turki ha supuesto la vuelta de Bandar a la cabina de mando de las relaciones entre EEUU y Arabia Saudí.
Y lo que está haciendo Bandar es lo mismo que hizo Turki en los 80 con los llamados árabes afganos: reclutar radicales salafistas -es decir, fanáticos que se consideran tan puros como los primeros compañeros de Mahoma, hace 12 siglos, y frecuentemente quieren incluso recrear la sociedad del siglo VII- y mandarlos a matar chiíes. Por ahora, el principal campo de batalla es Líbano. Pero todo hace pensar que pronto esta nueva Al Qaeda puede extender su área de operaciones a Irak, o el mismo Irán. Y a Occidente. Porque, como dice un ex diplomático saudí a Hersh, estos terroristas «odian a los chiíes, pero aún más a los americanos».