Jueves, 1 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6283.
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LOS PLACERES Y LOS DIAS
Scorsese
FRANCISCO UMBRAL

Estamos viviendo la semana de Scorsese regida por la concesión triunfal de cuatro premios Oscar a su última película. Esta concesión supone una especie de reconciliación tardía con el conflictivo realizador. Los señores del jurado del gran premio de Hollywood uno cree que no se han decidido nunca por este director que resulta indefinido para unos y otros por la pluralidad inspirada o repentina de cualquiera de sus películas. De Scorsese se ha dicho que le falta y le sobra todo. En una palabra, que le falta originalidad, a veces, y que le sobra audacia.

Efectivamente, las películas de Scorsese dejan la sensación de ser demasiado largas, pero no son ni largas ni cortas, sino que se plagian a sí mismas. Este notorio artista de la imagen derrocha individualidad por miedo a que le encontremos poco individual. Sus incursiones en los textos bíblicos y evangélicos serían una buena muestra de lo que hace sumiéndose en lo más arriesgado para asegurarse la originalidad y la temeridad de un motivo peligroso.

Llevado por esta obsesión de originalidad llega a tomar un ejemplo como El padrino, que no puede ser sino el modelo de todos los padrinos. En alguna película ha jugado Scorsese a utilizar a la inquietante Sharon Stone guiado por la fuerza de Instinto básico y el famoso cruce de piernas, para asegurarse el éxito y la originalidad del plagio, pues él no ignora que la estrella está considerada la peor actriz de Hollywood, y en Casino le brinda unos arranques de niña histérica para que se luzca más a sí misma y luzca toda clase de visones, joyas y lencerías interiores que siempre van por el exterior.

Efectivamente, y como dicen algunos críticos, Scorsese es la modernidad pura y dura, la violencia del civilizadísimo siglo XX y otros atributos que no se le niegan pero se callan. Sólo que esas prendas llegan a resultar abrumadoras en series de tres en tres, dado que los argumentos en juego no soportan la pesada carga de una narración que se repite a sí misma para prolongarse. Más que un apóstol de la modernidad nuestro hombre queda como un obseso de lo moderno, mayormente porque no añade nada a esta modernidad sino que juega con ella como un gran artista del lujo y hace, en este sentido, lo que Orson Welles en El tercer hombre, por ejemplo, a propósito de la Alemania nazi.

Así es como este director que glosamos nos traslada su propia inquietud, de modo que resulta inquietante no sólo por su movilidad sino asimismo por la movilidad de sus personajes, que lo hacen todo mientras no hacen nada en un casino o en una iglesia de Cristo. El éxtasis de esta movilidad nos lo brinda la ya citada Sharon Stone, sobre todo en el final de una película sin final o con muchos finales, lo que hace imposible una crítica unilateral o un galardón a determinados filmes. Con todo esto no queremos ocultar que Scorsese es un artista brillante, plural y seductor.

Su modernidad está a punto de hacerse vieja, e incluso películas de corte clásico superan a otras suyas en eso de la modernidad, pero detrás del cine de este talento italiano asoma una personalidad que se expresa libremente y con fortuna en muchos momentos de su obra. Eso es lo que han premiado los Oscar, haciendo justicia al mito.

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