El pasado sábado -entre tanto ya puede haberse levantado el secreto sumarial- Laura Nicolás titulaba El asesino del metro y su víctima ya se habían enfrentado su crónica en el Avui sobre el lanzamiento de un hombre a las vías del metro en la estación de Navas. El texto de la crónica, sin embargo, sólo decía: «No se descarta, por tanto, que víctima y agresor hubiesen protagonizado algunos de estos episodios de confrontación (del presunto asesino con las gentes del barrio)». Pese a ello, no me interesa analizar la confusión entre realidad e hipótesis de trabajo en términos de manipulación periodística, sino formular otro tipo de reflexión.
¿Por qué se da un campo abonado en los media a la explicación del horror -lo que bien podría entenderse como manifestaciones del mal o de la maldad- en términos aparentemente lógicos, aunque muchas veces tal explicación haga recaer la culpa del horror sobre su víctima, o su entorno directo, o en una trama delictiva, no del hampa, sino de las fuerzas vivas de su comunidad? Recuérdese el caso de la niña belga secuestrada por un vecino fuera de toda sospecha, cuyo padre fue señalado por la prensa como incestuoso y asesino. O el caso de las adolescentes de Alcàsser, que se subieron al coche equivocado a la salida de una discoteca, sobre cuya tortura y muerte se lanzaron en televisión toda clase de insidias contra las fuerzas del orden. O ahora el del metro, en el que se publicita la existencia por ahora no demostrada de una pelea previa. ¿Mera frivolidad informativa?
Quizá; pero lo que yo deseo señalar es el hecho de que la explicación del horror en términos de lógica ingenua nos protege y nos aleja de ese mismo horror y que, en ese proceso colectivo de defensa mental, la realidad interesa bien poco. Si la niña belga fue asesinada por el canalla de su propio padre, el resto de los padres del barrio, que no son canallas, dejan de sufrir por los riesgos incontrolables que corren sus hijas a la salida del colegio; si las adolescentes de Alcàsser fueron secuestradas por sicarios al servicio del señor obispo, parece que se reduzca el riesgo, diría que algo más elevado, de que jóvenes confiadas caigan en manos de quinquis psicópatas con quienes comparten discoteca; si unos enmascarados asaltan con saña y violencia el domicilio del propietario de un pub y lo hacen como «ajuste de cuentas» entre hampones, al no ser yo mafioso menguan las probabilidades de sufrir un robo salvaje en el mío; o si yo no he tenido bronca alguna en el barrio con ningún joven encapuchado, ningún joven encapuchado me arrojará a las vías.
Las explicaciones aparentemente lógicas de comportamientos crueles y violentos suelen carecer de base, y pueden culpabilizar a inocentes. Pero el mecanismo antropológico que las pone en funcionamiento con la ocasional colaboración de los media sí la tiene. Llamo, pues, la atención sobre los mecanismos psicológicos de defensa contra el azar y el mal; pero no los justifico, ni como lenitivo.
LOS TRILEROS FILOLOGOS i José Luis Giménez-Frontín
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