Viernes, 2 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6284.
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Mitología replicante
En la década de los 80, un joven Marcel·lí Antúnez experimentaba con el 'punk' en su banda error genético, fundaba la Fura dels Baus con otros colegas del pueblo y desafiaba las leyes del arte con los rinos. En el nuevo milenio, juega con robots
VANESSA GRAELL

No han llegado al nivel de sofisticación de los Nexus 6, pero aún queda todo el siglo XXI para que se desarrollen. Marcel·lí Antúnez no es un ingeniero genético de la Tyrell Corporation, es un artista que ha experimentado la gravedad cero en la Ciudad de las Estrellas y que trabaja con robots (además de elementos orgánicos). Antúnez ha recorrido un largo camino -desde el pueblecito de Moià que le vio nacer- antes de descubrir los nuevos horizontes que abre el Art Robot.

Unos horizontes que evocan mundos todavía no vividos. Hace 25 años se estrenó la fábula futurista Blade Runner, y hace una década se presentaba en sociedad a la oveja clónica Dolly. Lo primero es ciencia ficción y lo segundo, ciencia a secas, aunque tengan algo en común más allá del título de la novela de Philip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Para describir lo que hace y sueña, Antúnez ha desarrollado -sin la venia de la RAE- los conceptos que definen su arte, que hasta ahora no encontraba clasificación. Trabaja con la sistematurgia: literalmente, «la dramaturgia de sistemas computacionales que sirve para tejer, a modo de novela latina, una narración llena de fábulas» (consultar los escritos casi filosóficos del artista). Antúnez no ha colonizado el espacio exterior, pero sí ha tomado las nuevas tecnologías para aplicarlas al arte.

La sistematurgia le permite crear, no replicantes, sino prototipos que controlan los movimientos de quien los viste (el Bodybot Réquiem), hombres de carne (un robot cubierto de piel para aparentar forma humana, se llama Joan y puede mover brazos, cabeza y pene), dreskeletons («interfaz corporal de naturaleza exoesquelética», Antúnez dixit) u otros artilugios que intervienen en sus performances mecatrónicas (una disciplina que integra las tecnologías de la mecánica y la electrónica para obtener productos y sistemas mejorados).

Con el objetivo de mostrar su metodología de trabajo, la Galleria Gallarate organiza la semana que viene una exposición sobre Antúnez: Interactividad furiosa. Esta muestra se basa en la faceta más clásica y menos conocida de su trabajo: el dibujo (habrá más de 300 escogidos entre miles). Eso sí, son dibujos muy «conectados con la cultura B, los cómics y elementos que no están en el arte en mayúsculas», indica el artista.

Antúnez se marcha mañana a Italia y abre las puertas de su taller para adelantar parte de lo que se podrá ver en Gallarate. Un cartel de Mondo Antúnez colgado en la puerta metálica da la bienvenida a su taller, el lugar donde construye su particular cosmogonía.

La pared blanca del fondo es el lienzo de muchos de sus murales (véanse las fotografías). Por aquí y por allá, grandes cajas de madera y metal, entre ellas, un hombre a tamaño real de plástico rojo -interviene en las Acciones Absurdas de un vídeo- aporta una nota de color. De una caja de madera, Antúnez extrae diversos dibujos enmarcados que llevará a Italia: «Éste es de mi infancia, en la carnicería de mis padres, y éste de cuando me tiraba piedras con mis primos», explica. Hay otros bocetos antiguos que nunca han visto la luz, son de una película mexicana que no llegó a rodarse por falta de presupuesto, Charro Bizarro. El protagonista se iba a llamar Supersórdido el Poeta del Mal, recuerda Antúnez.

En otro contenedor descansan varios objetos misteriosos envueltos en papel. Antúnez desenvuelve algunos y aparece una vagina de chicle (fue necesario masticar varios paquetes de fresa y menta).O dos corazones de cerdo fijados a dos patas de gallina (tenía algunos animales disecados y los desarticuló). O una creativa monstruosidad: la cabeza del primer hombre de carne (hecha de piel de cerdo) transplantada a un cuerpo de lo que fuera un osito de peluche con unas patas cosidas. «Queda muy chulo colgado en la pared», opina Antúnez, que de pequeño solía jugar con los tradicionales mecanos; lo de destrozar muñecos con un sentido artístico vino después.

En un rincón de su laboratorio creativo se exponen, bajo unos focos, dos cilindros de vidrio que contienen extrañas sustancias violáceas, azuladas y moradas. Son ecosistemas de bacterias que Antúnez recogió del Delta del Ebre hace siete años y formaron parte de la instalación biológica de Epifanía. «Están vivos y van cambiando», señala con cierta satisfacción. «Las máquinas o robots podrían fusionarse con formas transgénicas, hibridizándose y dando lugar a una nueva rama en la línea evolutiva: los robogenics», teoriza ante sus bacterias. No serían replicantes, pero casi.

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