En la medianoche del martes, Manuel Ruiz de Lopera emergió como el pacificador de un derbi estúpidamente envenenado desde el anterior enfrentamiento del 10 de febrero. Diecisiete días después, tras los tibios e insuficientes pasos del Sevilla, de la inamovilidad del Betis, del fracaso de la vacua diplomacia política, Lopera hablaba y se hacía la luz. «Habrá paz», clamaron los creyentes de su palabra. No sospecharon de unas comillas que casi resultan mortales.

Tras su mesiánica aparición, Lopera volvió a sus sombras -abandonó el palco en diciembre de 2005 al no soportar la mofa de su propia afición- para terminar de definir sus planes en el día de autos. Poco a poco, la incógnita de las comillas fue desvelándose: el Betis no habilitó una zona segura para los aficionados sevillistas, que no entraron en el estadio; el vestuario visitante apareció rociado de amoniaco; el busto de Lopera presidió el palco, justo detrás del asiento de Del Nido, que sufrió un monedazo que le abrió una brecha antes de comenzar el partido...

El delirio concluyó con Juande Ramos herido, la suspensión del encuentro y la vergüenza nacional. Del Nido escenificó su papel: disculpó al Betis y renunció a críticas altisonantes. Pero del pacificador Lopera no se ha vuelto a saber nada más.

En nombre del Betis, ha hablado, poco y tenue, el particularísimo presidente José León, que anunció la expulsión del agresor si resulta ser socio verdiblanco. La Policía tiene identificado al sujeto y se espera su detención en las próximas horas.

En un primer momento, se especuló con que el lanzador de la botella fuera uno de los dos detenidos por la Policía tras el partido, pero éstos resultaron ser hinchas sevillistas exaltados después de que les impidieran su acceso al estadio Ruiz de Lopera.

Por otro lado, los gravísimos incidentes de ayer acabaron con la paz que había caracterizado a los derbis en los últimos años, y refrescaron la imagen de polémicas pasadas. En 2000, los entonces presidentes Lopera y Alés firmaron una paz más consistente, con apretón de manos incluido, que atenuaba la escalada de tensión que se venía viviendo. En octubre de 1999, un espectador lanzó un cuchillo al terreno de juego del Sánchez Pizjuán que estuvo a punto de impactar en el bético Benjamín. Unos meses después, Olivera casi fue golpeado por un palo. El último incidente llegó en 2002, en el Sánchez Pizjuán, donde fue salvajemente apaleado un guardia de seguridad por varios radicales, alguno menor de edad.