David Gistau
Los manuales de ajedrez advierten a los recién iniciados en el juego sobre el peligro de un enroque hecho a destiempo: bloqueado en la esquina por sus propios peones, el rey sucumbe ante la torre. Mate con una sola pieza, con un único movimiento que se aprovecha de una posición descabellada. Eso es exactamente lo que ayer le ocurrió a Emilio Suárez Trashorras. El rey hampón de un submundo provincial y cutre como la música de una máquina tragaperras que hizo enroque con 'Manolón' y al que sus propios peones, sus chicos de usar y tirar, han bloqueado en una posición casi indefendible que anuncia mate en pocos movimientos más.
El hachís y la compraventa de almas y voluntades sometidas por las deudas ínfimas de la droga eran el burladero con el que se protegían todos los encausados de la trama asturiana para asumir una culpa menor que les eximiera de esa otra por la que ingresarán en la historia universal de la infamia. Iván Granados, con sus cejas como las alas de un murciélago, es el primero que ha quebrantado la omertá y ha pronunciado la palabra tabú: «Explosivos». Los polvorines de la Mina Conchita no eran cofres herméticos de los que apenas se podía sacar el cartucho necesario para aturdir pulpos. Qué va: la llave la dejaban sobre una piedra, como dijo el Rulo, uno de los que se dejaban corromper «por tres rayas de coca». Aquello era una barra libre de explosivos desperdigados que esperaban a ser recogidos como setas cuando el único guardián ya se hubiera ido a dormir. Y Trashorras, bien colmado el cesto como el de la sardinera que venía por toda la orilla de Santurce a Bilbao, reclutaba entre sus chicos, por «dos cachos de hachís», muleros de la dinamita que suministraban por goteo a El Chino. Sabiéndolo o no. Y en todo caso no mediante uno de esos sofisticados operativos que incluyen un coche lanzadera, sino a bordo de los autobuses de la compañía Alsa: parada de 15 minutos para el bocata. Los viajes del polen, ascendidos a viajes de la muerte.
Iván Granados se negó, y ahora es el primero en acusar con todas las palabras, incluso las prohibidas, a Trashorras: peón ahoga a rey. Pero aceptó otro Iván, el apellidado Reis, urgido porque ya sabía lo frío que resulta el cañón de una pistola apoyado contra la sien -«Me acojoné entero»- y que sus acreedores no siempre iban a conformarse con llevarse su Play. Tan entrampado estaba cuando se convirtió en un juguete de Trashorras que acabó huyendo a Canarias, de donde volvió con un polo de Dolce&Gabbana, con un negocio propio, con un acento isleño en la parla precipitada y con muchas explicaciones que dar por un asunto de los que siempre te persiguen como los remordimientos a William Munny. Al pobre diablo hasta El Chino, que además esperaba un sobre de dinero, le sacó lo que llevaba y le arrojó una moneda para «una gominola».
Aceptó también el carnicero Amocachi, quien dice creer que llevaba CD piratas que no merecían sus inquietudes durante el viaje y a quien luego Trashorras tangó los 600 euros del salario. Nunca se lo reclamó ni le atendió las llamadas: por miedo al minero, o por espanto de verse asociado a lo que el minero preparaba.
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