Aquella imagen, aquella imagen... Javier Gismero, 51 años entonces, comandante del Ejército español con dos hijos, se despertó ese 11 de marzo un poco antes de lo habitual para acudir a clausurar unos cursos. Se despidió de su mujer, Lucía, salió de su adosado en el Ensanche de Alcalá de Henares y se dirigió hacia el apeadero para tomar el Cercanías hacia Madrid. A las 7.40 horas, cuando el tren ya embocaba el túnel de acceso a la estación de Atocha, sucedió. Y ya nunca nada fue igual.
«Iba en el cuarto vagón de la calle Téllez... Cuando sentí la explosión, todo se tornó blanquecino... Lo viví en primera persona, nunca me desmayé... Siempre fui consciente... A 10 metros de mí estaba la bomba, según los gráficos... Mi primer pensamiento es que había sido algo de la catenaria, un accidente... Antes de levantarme, calculo que 30 o 40 segundos después de la explosión, me palpé... 'Javier, estás vivo...'. Cuando me incorporé, lo que vi fue un horror... Todo el vagón... Una imagen que me impactó, que ninguna noche me deja dormir y que nunca voy a revelar, que pertenece a mi intimidad... Lo que tuve que ver...».
Javier tiene grabada en su cabeza aquella mañana como una película de cine mudo, como una sucesión de fotogramas cristalizados en orden cronológico que, a medida que avanza en su relato, se proyectan a la luz de la memoria. «Nadie se movía... Estaba aturdido y raro... No escuchaba ni mi voz... Lancé un grito... '¿Alguién necesita ayuda?'... Nadie contestó... 'Yo aquí ya no hago nada, Javier'».
Entonces se bajó del tren. Estaba solo. Notó que no oía, que se ahogaba, que el aire se le iba... Y llamó a Lucía. «Tenía la voz tan rara, que yo no le conocía. Me dijo: 'Ha habido un accidente en el tren, estoy herido pero estoy bien...'. Yo le preguntaba: '¿Pero quién eres?'...». Cuando colgó, Lucía miró en la pantalla del domo: era el número de Javier.
La carrera de Javier por sobrevivir empezó entonces a correr paralela a la angustia de Lucía por encontrarlo... Los dos describen cada uno de los detalles de las siete horas que siguieron a los ataques con la precisión de quien los ha vivido muchas veces, tantas como noches han pasado desde entonces...
Javier: aquel silencio sepulcral; la color mudada de aquella hilera interminable de entes cabizbajos que se iban bajando de los cercanías; aquel boquete en el vagón, «esto ha sido un atentado»; aquel joven que paró un taxi para que lo acercase al Gregorio Marañón; aquella obsesión por resistir; «tienes un neumotórax, Javier»; aquella enfermera con un manojo de tubos de plástico; aquél que, sin anestesia, le salvó la vida; «¿Dónde estará Lucía?», ...
Lucía: aquel desconcierto, aquella angustia; aquel vecino que la llevó al hospital; aquella sala de espera colapsada; aquellas listas de heridos, en las que Javier no estaba; aquel médico que anunció que «hay dos muy graves, de unos 50 años, sin identificar»; aquellos psicólogos que intentaban tranquilizarla; aquella enfermera, por fin, que escuchó su nombre: «¿Es usted Lucía? Suba, su marido está aquí»; aquel encuentro, aquellos pelos tiesos, aquel alivio, ...
Todo cambió. «Nunca para mejor, tu vida la tienes encauzada con unas ideas, con unos objetivos... Yo era militar, ahora salgo a la calle y no oigo nada, si se me acaba la pila del audífono, no soy nadie...». La pérdida de audición de un 80% en cada oído obligó a Javier a dejar la carrera. Sufrió mucho. Ahora juega al golf por las mañanas, da clases de mecánica y está pensando escribir un libro.
Libros... Lucía los devoraba antes del atentado... «Ahora no puedo. Llego al final de la página, y se me ha olvidado todo... El estrés de aquellas siete horas...».
Tras los ataques, encontraron «una nueva familia». Javier y Lucía están afiliados a la Asociación de Ayuda a las Víctimas del 11-M, que preside Angeles Domínguez. «Desconocía el mundo de las víctimas. Conoces a personas que ha visto cómo mataban a su padre. Ves con qué entereza lo afrontan, y notas que esa misma entereza se forja en ti...No somos personas ni encolerizadas ni rabiosas. En estos meses he conocido a muchas víctimas. Lo que más me ha ayudado a mí a pasar estos tres años ha sido ayudarlas a ellas. He encontrado a un gran amigo, el rumano Lorin, al que conocí en el hospital. Ya es como si fuese un hermano...», dice Javier.
Lucía y él van al juicio desde el primer día. Javier lo vive «como un clavo ardiendo al que me agarro». «Cuando vi a los procesados, no sentí ni odio, ni rabia... Sólo pensé: '¿Pero cómo habéis podido hacer algo así?'», señala. Está seguro de que «el tribunal va a hacer bien su trabajo» y cree que «si hay transparencia, habrá Justicia».
Han pasado tres años, y las sesiones de la vista oral son para Javier y Lucía un resorte que acelera de nuevo los mecanismos del recuerdo. Aquellas siete interminables horas, aquella confusión... «Necesitamos saber quién ha sido. Lo necesitamos». Aquella imagen...