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 CULTURA
LIBRO / La publicación de 'Escritos y conversaciones' muestra el interés del arquitecto por la poesía y otras disciplinas / «Me doy cuenta de que no soy un buen arquitecto. Hago la arquitectura como puedo», reconocía
Sáenz de Oíza: palabra y mirada
DARIO PRIETO

MADRID.- Antes de que España fuese una potencia arquitectónica internacional, antes también de que los arquitectos se convirtiesen en los nuevos gurús de la modernidad, hubo un hombre que renovó el paisaje del franquismo y que se inspiró en la poesía para construir. Francisco Javier Sáenz de Oíza (1918-2000), autor de edificios como las Torres Blancas, la sede del Banco de Bilbao en Madrid o el Santuario de Aránzazu en Oñate (Navarra), dejó constancia de su capacidad creadora en sus construcciones, pero también en sus textos y conferencias. Buena parte de ellos forman el volumen Francisco Sáenz de Oíza. Escritos y conversaciones, que acaba de publicar la Fundación Caja de Arquitectos.

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El libro se compone de entrevistas, ensayos, conversaciones y transcripciones de clases impartidas en la Escuela de Arquitectura de Madrid, donde Oíza fue profesor de varias generaciones. Un mosaico que sirve para comprender a un hombre que pensaba la arquitectura más allá de los límites de las formas y los volúmenes.Y es que todos los textos contienen numerosas referencias literarias, especialmente de poesía, pero también de pintura, escultura, música.

Así lo rememora a este periódico Javier Sáenz Guerra, prologuista del libro, arquitecto y también hijo de Sáenz de Oíza. «Tenía como máxima la frase de Hölderlin: 'El hombre sólo habita como poeta'. En una época de especialización, mantenía el ideal del Renacimiento». Por esta razón, las explicaciones aparecen salpicadas de fragmentos y citas de Federico García Lorca, Ezra Pound y Bertolt Brecht, entre otros.

Una de las características generales que se suele manejar al hablar de las obras de Sáenz de Oíza es que no hay características generales. «Creo que sería un desdoro que se notase que una obra es mía», dice el propio arquitecto durante una entrevista recogida en el libro, una idea que amplía en otro momento: «Sustento la idea de que la obra debe ser impersonal; siempre contesto con el texto de Joyce, en el Retrato del artista adolescente, que dice que el verdadero creador, como el Dios de la creación, está por encima y por debajo de su propia obra, limpiándose las uñas».

También queda patente su ideal de arquitectura, muy conectado con el de otros arquitectos coetáneos. «En su generación, la de Miguel Fisac y Julio Cano», apunta su hijo, «la persona estaba muy presente; se tenía la idea de la casa como una piel».

En una de sus clases, recogida en el libro, Sáenz de Oíza utiliza la siguiente metáfora para referirse a este aspecto: «La arquitectura envuelve al hombre de la misma manera que el hombre se viste al tiempo que vive (...) Si llueve, abre el paraguas... si hace frío, se pone el abrigo... Cambia de indumentaria, como cambia la arquitectura en la medida en que sigue viviendo su existencia».En la misma clase afirma no entender «cómo se puede decir que la arquitectura es algo que se terminó en algún momento, de la que se encargan unos especialistas en conservación de los edificios, como si de abrigos viejos se tratara».

También destaca su aproximación a la idea dramática del edificio: «Cuando hice Torres Blancas tuve ese único objetivo: molestar a la gente, agredir al paisaje, de tal manera que la gente levantara la cabeza y dijera: ¡Caramba!, pero ¿tanto bien o tanto daño se pueden hacer con la arquitectura?... ¡Sí, señor! ¡Estamos cansados de hacer paisajes grises, ambientes no molestos en los cuales a lo mejor no es penoso vivir pero tampoco es gratificante!»

Esta apuesta por el rupturismo y la singularidad contrastan con la profunda autocrítica a la que se sometió durante toda su carrera.Tanto en las entrevistas que aparecen en el libro como en otras muchas declaraciones, Sáenz de Oíza restó importancia a su papel.«Me doy cuenta de que no soy un buen arquitecto. Hago la arquitectura como puedo. Dejo que otros que son capaces la hagan mejor», confiesa en las páginas de este volumen.

«Esto se debe», apunta Sánchez Guerra, «a que le hubiera gustado ser reconocido cuando era más joven. Él siempre vio a la juventud como vanguardia. Por eso mismo era muy vocacional de la docencia y se sentía muy cómodo con los jóvenes estudiantes». En este sentido, su hijo destaca que Sáenz de Oíza «explicaba muy bien las obras que hacía. Muchos profesores explican bien pero no son capaces de hacer un edificio; otros son grandes arquitectos pero no son capaces de explicar su obra. Él sabía hacer las dos cosas».

El libro ahonda también en las preocupaciones sociales del arquitecto, las que le llevaron a crear casas como el polémico Ruedo de la M-30 de Madrid. «La arquitectura popular», apunta en otro párrafo del libro, «ponía las flores y los pájaros para los vecinos, como muchos vestían para los demás; había una cesión de los unos para los otros. El momento actual está clarísimo, las terrazas de las casas se usan para dejar los trastos viejos; es decir, los demás, hoy en día, no nos interesan, luego no somos seres sociales».

Para su hijo, la vigencia de Sáenz de Oíza sigue hoy latente.«Hemos entrado de lleno en la sociedad de consumo, también la arquitectura. Hoy vemos cómo los edificios tienen muchas veces carácter efímero. En cambio, las obras de Sáenz de Oíza tienen una voluntad de permanencia. Están hechas con materiales como el acero o el hormigón, que no hay quien las tire, y se ubican en espacios donde se pueden ver de forma permanente».

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