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 CULTURA
Trapecista de la arquitectura
ENRIQUE DOMINGUEZ UCETA

Oíza no ha sido solamente el mejor arquitecto español en los años 60 y 70 del siglo pasado, también ha sido el de mayor influencia por su inteligencia, por su capacidad como polemista y por su amor hacia la palabra hablada y escrita. Sus clases apasionadas y sus conferencias animaron varias décadas con su permanente reflexión sobre las relaciones entre la arquitectura y los sentimientos del ser humano. Incansable lector de poesía, novela y filosofía, buscaba la razón de ser profunda de las cosas, intentando llegar a las raíces de la disciplina arquitectónica, persiguiendo la esencia de la idea para construirla con los materiales de su tiempo.

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Al arquitecto navarro se deben los dos mejores edificios de Madrid y de la arquitectura española en aquellos años, Torres Blancas (1969) y la sede del Banco de Bilbao (1972-78) en AZCA, que tuvieron amplia repercusión internacional. La mayor parte de sus obras las consiguió ganando concursos, y en su estudio colaboraron brillantes arquitectos como Rafael Moneo, Juan Daniel Fullaondo, Ricardo Aroca y Javier Vellés, entre otros.

Catedrático de Proyectos en la Escuela de Arquitectura de Madrid, fue un verdadero agitador del ambiente profesional en España, incansable repensador de la arquitectura y verdadero trapecista arquitectónico, que volaba sin miedo llevado por su formidable capacidad de argumentar y debatir. Su obra nunca perdió el impulso experimental y siempre fue concebida como un proceso en busca de una arquitectura de carácter, nunca de un estilo. Por eso pasó por etapas funcionalistas, organicistas y posmodernas, trascendiéndolas todas.

Si sus edificios hablan por sí mismos, Oíza tenía también la capacidad de fascinar con la palabra, desvelando las ideas contenidas en cada obra y creando con el pensamiento interminables cadenas de posibilidades. Por eso el libro que acaba de aparecer, Escritos y conversaciones, apresa el torrente en fuga de sus palabras, recoge y cristaliza la tormenta de su pensamiento y fija algunas de las fuentes, a menudo literarias, en que alimentaba su curiosidad insaciable.

Oíza definió la arquitectura como «forma espacial cargada de significado en el más alto grado posible» siguiendo a Ezra Pound, y también admiraba y citaba a menudo a otros poetas como García Lorca, Cesare Pavese y Sánchez Ferlosio. Siempre manifestó su interés por «la arquitectura hermosa, aunque no funcione, capaz de conmover», apostó por la grandeza de la profesión y por su inserción entre las artes, dando valor a genios como Fidias, Brunelleschi y Le Corbusier, y rechazó la frivolidad de las modas, a menudo irrelevantes. Su defensa del compromiso del arquitecto con el arte y la primacía de la emoción sobre la perfección quedan patentes en las páginas de este libro impagable que nos devuelve la voz de Francisco Javier Sáenz de Oíza, maestro también de la palabra.

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