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 CULTURA
MAÑANA, 'TOSCA' POR 7,50 EUROS
Tosca, mujer, romana y universal
RUBÉN AMON

Floria Tosca murió en junio de 1800. Y murió de verdad. La prueba está en que los guías de Sant'Angelo relatan con detalle las razones del suicidio y el punto exacto de la autoinmolación.«Aquí, desde esta terraza donde nos encontramos, Tosca se arrojó al vacío desconsolada por la muerte de Cavaradossi», repite un día y otro el custodio de la fortaleza adriana mientras los turistas recorren con la mirada el infausto precipicio.

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Produce un cierto escalofrío la experiencia de reconstruir el salto al vacío de la soprano maldita. Tuvo que ascender una laberíntica escalera helicoidal antes de arrojarse al infierno. Y tuvo que echar un vistazo forzoso a los símbolos de la capital romana: debajo el Tíber, a la derecha, San Pedro, a la izquierda, la techumbre anárquica del orbe imperial.

«Floria Tosca murió en junio de 1800 », insiste el guía del castillo con la impostura solidaria de un pariente lejano. Y, así, hasta que la multiplicación jubilar de las visitas arrebata a Puccini el martirio ficticio de la protagonista. Es una mentira mil veces repetida que se justifica en las vísceras melodramáticas y hasta en las cuestiones funcionales: los turistas de Roma han aprendido que el amor imposible de Cavaradossi y la trama política del trasfondo devolvieron al castillo de Sant'Angelo la función original del monumento, que no era un castillo, ni una cárcel, ni un escondite papal, sino un mausoleo calzado por los emperadores.

En realidad, el mito de Tosca y la hipótesis de la «muerte real» emanan de una verosímil reconstrucción romana, es decir, que las cosas, en rigor, podrían haber sucedido tal y como las cuenta Puccini si el compositor y los libretistas hubieran puesto los pies en aquel hervidero ottocentesco.

Mientras la Nagasaki de Madama Butterfly, el West de la Fanciulla, el Pekín de Turandot y el Barrio Latino de La Bohème se antojan un simple escenario decorativo al servicio de los sentimientos, la ópera centenaria de Puccini involucra la ciudad con explícitos fines simbólicos y con singulares matices callejeros. De hecho, el compositor italiano se valió de un entrañable amigo toscano, Pietro Panichelli, para ajustar sin error posible la tonalidad de las campanas de San Pedro, afinadas en mi bemol hace un siglo e inmortalizadas de tal guisa en la partitura original de la ópera.

Sorprenda o no, el propio Puccini se mantuvo algunas noches en vela antes del estreno oficial para identificar con detalle los colores y los sabores de los campanarios. El problema es que, a las mismas horas, andaba suelto un terrorista antimonárquico a quien la policía indentificó con los rasgos del compositor.«Que no, que se equivoca, que yo soy Puccini, que no llevo bombas commigo, que he venido aquí con este señor» -nada menos que el maestro Mungone- «y que dispongo de los permisos oficiales para pernoctar en la zona de Pincio», explicó el maestro al incrédulo inspector Felsani.

La anécdota de las campanas se entiende y se justifica en el contexto de una romanidad extraordinariamente verosímil. Puccini se preocupó de que los guardias suizos portaran el uniforme oficial sobre el escenario del Teatro Constanzi. E hizo un gran esfuerzo musicológico e historiográfico para revestir «de verdad» la escena del Te Deum en el primer acto. «Me dijo», explica el amigo Panichelli, «que me informara del modo en que las iglesias de la ciudad concebían el ritual religioso. Y que, si podía, le hiciera llegar la partitura al uso en los templos romanos de referencia».

Es aquí donde el compositor de Tosca «sobrepasa» el texto original de Sardou, donde se aprecia el rechazo de cualquier efecto retórico gratuito, donde se explica, en fin, el contenido de la carta enviada al editor Ricordi una semana antes del bautismo. «Esta Tosca es la ópera que me hacía falta, la que se ajusta mejor que ninguna otra a mí, porque no entraña proporciones excesivas, ni como espectáculo decorativo ni como ejemplo de sobreabundancia musical. Espero que le guste a los romanos».

Le gustó a los romanos y a los no romanos. Tosca excede con creces cualquier acepción localista pese a la animadversión que la ópera de Puccini provocó en Mahler y que todavía provoca en algunos círculos de la intelectualidad centroeuropea por razones de instinto melodramático.

La grabación en DVD que EL MUNDO ofrece a sus lectores es una buena manera de convertirse. Primero, porque supone el debut de Ricardo Muti con la partitura. En segundo lugar, porque el maestro napolitano convierte la obra en un sublime ejercicio sonoro, filológico y teatral. Y en último término, porque la premeditada distorsión escenográfica de Luca Ronconi aloja como un psicodrama las excelentes voces de Maria Guleghina (Tosca), Leo Nucci (Scarpia) y Salvatore Licitra (Cavaradossi).

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