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 CULTURA
'Spoken word'
JUAN BONILLA

En un artículo revelador publicado en el número cuatro de la revista Zut, Silvia Grijalba, gran promotora del Spoken word en España, explica bien dónde nace este fenómeno que sigue en una tierra de nadie, acaparando emociones de gente sin prejuicios y furibundos menosprecios de los detractores -la mayoría letraheridos- que no admiten que el espectáculo que se desarrolla encima del escenario pertenezca de ninguna de las maneras a la literatura (como si ésa fuese una cuestión mayor que impugnaría al propio espectáculo).Al parecer el movimiento, por llamarlo de algún modo, comenzó con el recital del legendario Aullido de Allen Ginsberg en la Six Gallerie de San Francisco en 1955, «un paso más allá de la simple lectura del autor atrincherado detrás de una mesa, con una escenografía que se limita a un vaso de agua y unos folios».

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Bien es verdad que, puestos a hacer arqueología, podríamos alcanzar los míticos días y noches de nuestras vanguardias, los recitales impactantes de un Maiakovsky con camisola amarilla y voz imponente soltando ristras y ristras de versos que, en sus propias palabras, querían devolverle la vista a los ciegos, o los espectáculos dadaístas, o, entre nosotros, algunas de las geniales interpretaciones de Ramón Gómez de la Serna -su intervención en Esencia de verbena, con una mano gigantesca-, o incluso algunos de los números para amigos de Federico García Lorca, que ora tocaba una canción al piano, ora se hacía pasar por poeta pétreo y recitaba una parodia muy conseguida de algún vate cuyo mayor mérito era haber conseguido que le perdieran el respeto los más jóvenes.

Aledaños de la poesía, se podrá decir, y de hecho dicen los detractores del espectáculo. Como si eso tuviera importancia, como si tuviera importancia o tuviéramos necesidad de catalogarlo todo antes de medir su intensidad. La propia Silvia Grijalba reconoce que en el fenómeno del Spoken word, que ha celebrado su tercer festival en el Teatro Lope de Vega de Sevilla, con la participación estelar de Nick Hornby, hay mucho impostor, mucho actor excesivo que consigue que sus pobres palabras se hinchen gracias a su interpretación agónica, mucho poeta vacuo y gritón, pero en qué disciplina no los hay.

La gracia del fenómeno, me parece, está precisamente en la generosidad de sus límites, en la concesión al diálogo de disciplinas diversas en un momento en que esas disciplinas colaboran y se hacen una sola. No hay nada de nuevo en ello si se piensa bien, y es obvio que Allen Ginsberg sabía bien a quién quería parecerse cuando en 1955 colocó el hito inaugural del Spoken word, como es obvio que acrecentaría sus influencias como rapsoda cuando descubriera a los contadores de cuentos norteafricanos.

Si lo que importa es la poesía -además de disfrutar del espectáculo de ver a un animal escénico como Julian Cope revolcándose por el patio de butacas recitando un poema a los caídos en un bombardeo, o a la punky Lydia Lunch de verbo aguerrido, o al imparable John Giorno desplegando todo su encanto vertiginoso-, creo que está fuera de toda duda que en los recitales de Spoken word se producen momentos de auténtico milagro, de extraña comunión. Siempre recordaré el poema que una anciana recitó en el Nuyorican Poets Café en la hora en la que los organizadores del local dejaban que subieran a la tarima poetas amateurs. Y recordaré siempre el más impresionante de los recitales españoles en los que he estado nunca, uno que dio el raro y escondido y olvidado poeta Lorenzo Martín del Burgo en Valencia, leyendo un poema sobre extraterrestres que se fumaban un canuto, y otro que era una enumeración repetitiva que se contagiaba eficazmente al público.

Y cómo no recordar los recitales magníficos de Agustín García Calvo, paseándose por el escenario y desgranando sus versos como si se los estuviera encontrando en el aire, como si fuesen serpentinas invisibles que sólo él podía alcanzar.

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