ISABEL SAN SEBASTIAN
Apenas se oye ya la voz de las feministas oficiales o de plantilla; las que se autoproclaman «progresistas» y militan en las filas de la izquierda, pero el rosario de mujeres muertas a manos de sus compañeros no ha dejado de crecer desde hace dos años. En 2004 fueron 73, en 2005, 63, en 2006, 68, y en lo que va de 2007 suman ya quince, salvo que en las últimas horas alguna inocente más haya venido a sumarse a este triste listado de la infamia.¿Y dónde están las luchadoras que reprochaban al Ejecutivo popular su falta de voluntad para combatir esta lacra? ¿Por qué no se rebelan contra las promesas incumplidas de este Zapatero que juró otorgar prioridad absoluta a este drama y no ha vuelto a mencionar el asunto?
Siguen muriendo. Siguen cayendo a navajazos, atropelladas, quemadas vivas o rematadas a golpes tras un calvario interminable de bofetadas, salivazos, insultos y miradas despectivas que duelen más que cualquier puñetazo. Siguen denunciando en vano, porque sus denuncias no impiden que el agresor llegue hasta ellas y les amargue la vida, o se la robe. Siguen desprotegidas ante su asesino, porque nunca se ha sabido de esos 200 policías y 250 guardias civiles supuestamente reasignados en mayo de 2004 a labores de escolta de las víctimas de esta amenaza. Siguen viendo sufrir o caer a sus hijos en la más absoluta impotencia, porque la ley y la justicia otorgan más valor al derecho de un maltratador a disfrutar de sus vástagos que al derecho de estos niños y niñas a crecer lejos de un sujeto de esa calaña y fuera del alcance de sus violentas garras. Siguen teniendo que hacer frente a la penuria económica porque no se han arbitrado las ayudas que se prometieron.
Es fácil hacer demagogia con esta tragedia que obviamente trasciende el ámbito de actuación de cualquier gobierno. El terrorismo machista no lo inventó el PP ni lo ha impulsado el PSOE. Forma parte de una herencia cultural ancestral que hunde sus raíces en esa terrible sentencia aristotélica según la cual una mujer es «un proyecto de hombre fallido», equiparable a las bestias o los esclavos, cuya presencia en el mundo no tiene más finalidad que cumplir los deseos del varón. No es fácil desarraigar semejante prejuicio, vigente y pujante aún hoy en las sociedades islámicas y buena parte de las iberoamericanas, pero es un empeño obligatorio para cualquiera, al margen de sexos, partidos o ideologías. Un propósito ineludible más allá de coyunturas electorales. Una tarea que nos compete a todos/as en esta semana de la mujer, y en las otras 51 que tiene el año, empezando por nuestra propia casa.
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