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 OPINION
TRIBUNA LIBRE
El carácter y el destino
EUGENIO TRIAS

Una enigmática sentencia de Heráclito suele traducirse así: el carácter es, para el hombre, el destino. No es, necesariamente, la mejor traducción, pero puede aceptarse como la más expresiva e inteligible.

El carácter es lo más difícil de remover. Se mantiene en su tremenda rigidez, a modo de sustrato pétreo de lo que somos. Eso vale también para las naciones. Siempre que tratamos con extranjeros se advierte en la mirada del interlocutor, aunque sea de forma incidental, la reflexión relampagueante sobre ese suelo rocoso en el que se asienta nuestra personalidad. Después, sólo después, puede descubrir quizás nuestra individualidad.

La mirada de Medusa del interlocutor extranjero nos petrifica en un carácter que es destino: el carácter nacional. Por supuesto que nosotros hacemos lo mismo con alemanes, franceses, ingleses, japoneses o argentinos. No es éste un tema con grandes avales universitarios, pero funciona de forma automática y expeditiva en las relaciones internacionales.

Está claro que es posible cierta modelación del carácter, de lo contrario sería superflua toda educación. La ética aristotélica parte de la premisa de que no es posible transformar el carácter de manera radical, pero puede modificarse según pautas minimalistas.

Un criterio de esta naturaleza lo constituye el sabio principio del justo medio. Permite corregir aquellas derivaciones del carácter que son destructivas para la persona. Quizás no puede mejorarse el carácter, pero es posible evitar que empeore de forma irreversible.

El aforismo de Heráclito viene a decir que el carácter, sustrato originario de nuestra personalidad, nos da una indicación preciosísima sobre el terminus ad quem de nuestra conducta. En él parece estar escrito, de antemano, nuestro destino futuro. Para nuestra fortuna o infortunio, el fin rima con el principio.

Quizás ese aforismo algo fatalista tendría una confirmación inequívoca en aquellas naciones en las que de manera inexorable el carácter termina siempre por imponerse. En esas naciones no hay corrección ni torcedura. Poco puede hacer en ellas la educación. Son lo que son por toda la eternidad.

Pertenezco a una generación que creyó en la posibilidad de introducir cierta esperanzadora torcedura en el carácter y el destino de la España Eterna. O en que podía desafiarse con audacia, desde todos los ámbitos y las profesiones, a un Mal de Ojo que suele conducir a nuestro país, en su tétrica Historia, por las rutas lóbregas de lo siniestro.

Soy uno de tantos ilusos o ilusionados que albergaron el propósito de enderezar un renglón siempre torcido. O que el laberinto español podía encontrar por fin, después de siglos de oscuridad, el hilo de Ariadna que le librara de ser siempre devorado por el Minotauro.Soy de aquéllos que quisieron librarse de una España centrifugada por sus particularismos locales y regionales, dividida hasta el crimen por sus litigios económicos, sociales e ideológicos, rebosante de odio, de inquina, de envidia, de maldad, o de todas las pasiones tristes juntas que trajeron consigo la más espantosa guerra civil, y la paz letal de cuarenta años de dictadura franquista.Una España con tendencia a despeñarse en terribles conflictos civiles, envilecida en sus usos y costumbres, carente de educación y de cultura, falta de reflejos solidarios, sin sentido alguno del buen sentido. Y para colmo pobre, analfabeta y con trágicos desequilibrios sociales. Y con una Iglesia y un Ejército siempre dispuestos a empeorarlo todo.

Ha durado poco el espejismo. Hoy, con mucha más razón que ayer, cobra verdadera fuerza la reveladora palabra desencanto. Se generalizó el uso de esta expresión como descripción irónica de una época en la que, sin embargo, se iniciaba una travesía ilusionada en la empresa colectiva de todos los españoles: la democracia, el Estado de las Autonomías, la Monarquía Constitucional, la integración en Europa. Incluso dio lugar al título de una célebre película.

Hoy se tiene la sensación generalizada de que se ha vivido en un período de paz civil, de desarrollo económico y social, de bonanza política y de cierto despegue cultural. Pero se comprueba también, con desazón y amargura, que todo eso ha sido un incidental e ilusorio intermezzo pasajero en una historia feroz de desencuentros e infortunios: la que responde al carácter y al destino de la España Eterna.

La fatalidad parece al fin imponerse. Ha bastado la confluencia de varias circunstancias desafortunadas para que se fuese al traste el paisaje de una España que daba un quiebro a su destino secular. El giro libre y responsable de una generación y de una época ha sufrido, de pronto, el más cruel desmentido. Toda esa labor educativa de modelado de un éthos resistente ha demostrado, al final, ser impotente ante la fatalidad de un carácter que es destino.

Sólo en un único terreno puede afirmarse que el destino se ha torcido de verdad. Aunque está por ver todavía si esa torcedura posee disposiciones anímicas suficientemente sólidas, o si sabe mantener las afortunadas perspectivas de los últimos lustros.Sólo en un terreno hay verdadero consenso. En lo demás reina la más selvática guerra de todos contra todos: una alarmante regresión a lo que Thomas Hobbes llama «estado de naturaleza».

En España ha ingresado en las conciencias, y se ha impuesto en todas partes contra todo pronóstico, el homo aeconomicus. Desde los años sesenta, facilitado el despegue por una versión local de calvinismo religioso-económico que trajo consigo los Planes de Estabilización y Desarrollo, se pusieron las sólidas bases de un lanzamiento económico formidable del que un sector amplio de clases medias, entonces en gestación, se fueron beneficiando.El tipo humano que de esa circunstancia afortunada surgió responde, en su carácter y en su destino, al perfil medio del nouveau riche de las comedias.

En ningún otro terreno la labor de estos importantes años de paz civil, de convenio político, de buen hacer en muchos terrenos -los años que abarcan el período comprendido entre la muerte de Franco y la fatídica fecha del 11 de Marzo- ha echado raíces firmes una modificación de carácter y destino tan sorprendente.

Ha bastado la confluencia de un Gobierno incapaz de ilusionar a nadie, o que sólo da alas a quienes desean la desaparición de esta nación, y una oposición desorientada, para que de pronto aparezcan todas las carencias seculares de un país que sólo en términos económicos ha sabido aprovechar sus mejores tiempos.

Una helada ráfaga de amargo desencanto recorre a todos los que quieren mantener los ojos abiertos ante un proceso político en pura descomposición. Ya puede atizar la crispación este Gobierno del Buen Talante: la opinión confiada de muchos de quienes le votamos se halla perdida para siempre. Ya puede la oposición seguir coleccionando Ocasiones Perdidas. La mayoría no quiere saber nada ni de unos ni de otros. Y mucho menos de todo el conjunto de nacionalismos carroñeros que cobran bríos cuando advierten que las bases mismas de la paz civil de este país comienzan a desestabilizarse.

Por convicción suelo considerar más responsable de las inclemencias que suceden en el país al Gobierno que a la oposición. El Gobierno posee siempre la iniciativa. Maneja según su conveniencia los tiempos, los ritmos, las pausas y los acelerandos. Pero hay días en que creo que está gobernando la oposición, el Partido Popular.No acabo de dar crédito a lo que veo y oigo: un Gobierno en pleno, todo él, empeñado una y otra vez en rebatir, en distintas y variadas maneras de encarnizamiento crispado, a una oposición que sólo sabe reconocer y repetir los mismos tonos broncos. Parece el combate entre los muñecos de polichinelas de nuestra infancia, pero sin el menor humor. Sólo saben, al igual que esos muñecos, darse porrazos los unos a los otros. En lugar de dirigirse a los ciudadanos e ilusionarlos, dejan que éstos presencien un combate que da náuseas.

Este Gobierno ha cosechado dos derrotas, una de ellas con escarnio, bordeando la ridiculez, en su gran propuesta de legislatura: la aprobación por referéndum de nuevos Estatutos de Autonomía.El resultado registrado en Andalucía sería suficiente para que el Gobierno en pleno dimitiese. Como también hubiese sido un gesto de político de verdadero fuste (muy distinto del talante de un presidente que no necesita ya adjetivos calificativos) anunciar la dimisión después del infinito ridículo sobrevenido al profetizar una sustancial mejora de la política del llamado proceso de paz un día antes de que estallara el bombazo de Barajas.

Nada de lo propuesto desde el comienzo de su mandato, con la única excepción de la retirada de las tropas de Irak, ha generado ese mínimo consenso que consolida a los auténticos gobiernos competentes y responsables. De haberlo hecho estaría, a estas alturas, bordeando la mayoría absoluta en las encuestas de opinión.Éstas, por lo demás, determinan de forma fatalista, seguramente por inseguridad, su forma de gobernar.

Un Gobierno serio y responsable no emprende, en plena unilateralidad, empresas como la reforma estatutaria o la política antiterrorista que requieren el concurso del único partido mayoritario con capacidad de ser alternativa de gobierno. Lo que a escala internacional ha despeñado a George Bush, y ha determinado la pérdida enorme de influencia y prestigio de EEUU en todas partes, eso mismo es lo que Zapatero efectúa en España. El unilateralismo lleva siempre al desastre. Hace más de un año ya advertí sorprendentes concomitancias entre estos dos personajes, sólo aparentemente opuestos, unidos en idéntico empecinamiento inconmovible: Bush y Zapatero. Ambos han optado de forma lastimosa, frente a las evidencias y a los estados de opinión, por emprender políticas unilaterales que a los ciudadanos disgustan y que a sus países desprestigian y destrozan. La política de Bush en Irak, sin contar con sus aliados internacionales, tiene su perfecta réplica en la política unilateral de Zapatero, sin intentar siquiera ganarse a la oposición, en la redistribución territorial de España y en el llamado proceso de paz. Son, en ambos casos, errores que hacen época.

A muchos ciudadanos les desespera la convicción de que este Gobierno sólo aspira a una reelección con empate técnico, apoyado en sus socios minoritarios, nacionalistas casi todos (más esa izquierda de Almas Bellas que se llama Izquierda Unida). Ese desasosiego crece con la convicción de que el partido con capacidad de tomar el relevo en el Gobierno se halla sumido en una profunda crisis.Todavía no ha logrado despegarse de una etapa que debería enterrar lo antes posible. Ni ha sabido tampoco distanciarse de forma clara y abierta de las voces extremistas que le recriminan todo giro hacia el centro.

Un sentimiento de fatalidad recorre las conciencias lúcidas de un país desquiciado. Nuestra distancia con Europa se agiganta.El superficial encanto que suscitó en los primeros tiempos el nuevo Gobierno de Zapatero en Francia, en Italia, en los países anglosajones, ha desaparecido por entero. Todos nuestros vecinos constatan que España vuelve a ser lo que siempre ha sido: uno de los más débiles eslabones de la comunidad europea.

Anteayer era un país rural y analfabeto, martirizado por los sectarismos intransigentes de las ideologías totalitarias que condujeron a la guerra civil. Luego fue una sociedad envilecida por una dictadura de cuatro décadas. Ayer parecía que la ilusión que trajo consigo la democracia, la integración en Europa y una sucesión de gobiernos capaces -de centro derecha y de centro izquierda- hacía pensar en un futuro despejado y de bonanza.

Hoy España es un gigante económico regional con pies de barro cívico, cultural, educativo y político. Es un país sumido en una división y hostilidad creciente entre las eternas Dos Españas, a las cuales se une la Tercera España, con su ponzoña peculiar: la de los nacionalismos periféricos.

Lo más lacerante, irresponsable e incalificable de este Gobierno ha sido esto: ahondar en la división y en la hostilidad entre los españoles. Ese empeño se ha visto complementado por una oposición falta de nervio y de reflejos, pero la responsabilidad mayor de este desastre es del Gobierno a través de una política consciente y voluntaria que carcome la sociedad, que la parte en dos y que la llena de odio recíproco. ¡Y que añade, para mayor sarcasmo, la idea de que esa división civil es una fábula que propaga la oposición! Se quiere asegurar de este mezquino modo -a través de un perpetuo empate técnico, y con la complicidad de todos los nacionalismos periféricos- una segunda legislatura. Que el país se suma en la desolación depresiva que hoy comienza a advertirse por todas partes no parece siquiera preocuparle.

En ocasiones, Rodríguez Zapatero me recuerda a aquel inefable último presidente de la Segunda República que se hallaba poseído del mismo Buen Talante, convencido de que España iba siempre bien, a pesar de las advertencias de agoreros que él pensaba injustificadamente mal pensados, hasta el día en que le estalló en las manos la dinamita de la más horrible de las revueltas.Me refiero a Casares Quiroga. A Zapatero ya le ha fulminado el tremendo bombardeo de Barajas dos días después de su inolvidable mensaje de fin de año.

Ignoro si a estas alturas sería posible encontrar la fórmula mágica que permitiese dejar abierto un margen de maniobra cívica y política entre carácter y destino. ¿Un Gobierno de concentración nacional con otros actores políticos? ¿Una advertencia seria, comprometida, arriesgada por parte de un monarca al que, en los últimos tiempos, nadie parece hacer el menor caso? No quiero seguir soñando con los ojos abiertos en escenarios poco probables.

La hendidura es muy honda y divide los principales conductos de la vida nacional: la política, la información, las ideas, los territorios, la cultura. Y para colmo hay muchos que quieren ignorarla por conveniencia. Sólo me queda el magro consuelo de la idealizada Segunda República fue muchísimo más espantosa desde el principio.

Eugenio Trías es filósofo y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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